—¿Quieres caminar un rato? —preguntó Marcos, cuando salimos de la biblioteca.
Asentí sin pensarlo demasiado. El aire fresco me vendría bien. Caminamos en silencio durante unas cuadras, sin un rumbo claro. Hasta que, sin saber cómo, terminamos en ese parque. Ese parque.
Mis pasos se detuvieron apenas reconocí el sendero. Los árboles altos, la fuente en el centro, los bancos pintados de blanco. Todo seguía igual. Incluso el banco donde Tom y yo solíamos sentarnos, a mitad del camino, bajo un árbol enorme que siempre dejaba caer hojas aunque no fuera otoño.
Marcos lo notó. Me miró de reojo, con esa cautela de quien ya sabe lo que significa el lugar.
—¿Aquí venías con él? —preguntó, suave.
Asentí.
—Sí. Este era... nuestro lugar de escape. Veníamos a hablar, o a no decir nada. A veces sólo nos sentábamos y escuchábamos la ciudad. Tom decía que este parque tenía el mejor silencio del mundo.
Marcos sonrió apenas.
—Él me trajo una vez. No me dijo por qué era especial. Sólo dijo que necesitaba estar en silencio con alguien que entendiera.
Nos sentamos en el banco. El mismo banco. La brisa movía las hojas y el mundo parecía quedarse en pausa.
—Es raro —dije, después de un rato—. Estar aquí contigo. Saber que los dos lo conocimos, lo quisimos, a nuestra manera.
—No es raro —contestó él—. Es como si él nos hubiera unido sin que lo supiéramos.
Me quedé mirando las manos sobre mi regazo. Sentía muchas cosas al mismo tiempo. Nostalgia, gratitud, un poco de paz.
—¿Sabes? A veces me da miedo dejar de extrañarlo. Como si eso fuera traicionarlo.
—Yo también lo sentí —dijo Marcos, mirando hacia el cielo—. Pero creo que recordar sin dolor también es una forma de amor.
Nos quedamos ahí, por un buen rato. Sin más palabras. Solo compartiendo el silencio.
El mejor silencio del mundo.
Editado: 24.04.2025