Aquel auto en cuyo asiento del copiloto yacía Belmont Fontain, efectivamente me había seguido las últimas cinco cuadras desde donde dejé a Casandra en una profunda confusión, de seguro.
Llegó el punto en que solo caminaba rápidamente, no me atrevía a correr, pues temía a que pudiesen acorralarme y capturarme. Se suponía que, por lo que me contó mi madre, yo no tengo ni la más remota idea de que el cabecilla del cártel de droga más poderoso del mundo quiere asesinarme para vengarse de una traición del pasado, y quizás vengar también el corazón roto de Fontain que dejó el amor nunca expresado a mi madre y ver como ella se lo entregaba a otro hombre, mi padre.
El carro me seguía el paso sin disimulo, a la misma velocidad con la que mis pequeños pasos me llevaban lo más rápido que pudiesen a casa, al lado de mi madre. Ella me prometió que nada malo me pasaría, y mi pecho estaba inundado de temor en aquel instante, lo cual ella también podría remediar.
Las ventanas polarizadas, totalmente negras del automóvil no se bajaban ni un solo instante, pero de mi parte rogaba porque no se bajaran pues no quería ver de nuevo aquel rostro que rayaba en lo monstruoso y de cuya sonrisa cínica salía el más sádico deseo de venganza.
Al cruzar en una esquina, otro automóvil idéntico apareció y a su lado caminaba un sujeto de traje y sombrero que me miraba desde la otra acera. Aceleré un poco el paso y al hacerlo, otro hombre se me postró en frente y puso uno de sus dedos en mi pecho.
—¿A dónde vas con tanta prisa, pequeña? —preguntó al detenerme sin retirar su dedo de mi pecho.
—Me voy a casa. Apártese, por favor —le dije retirando de un halón su dedo y rodeándolo.
—No hay necesidad de ser groseros —giró y me tomó del brazo. Yo no pensaba dejar que me agarrarán.
—¡Déjeme! —grité, zafándome rápidamente mientras uno de los autos se postraba en frente. Eché a correr.
—¡Tras ella! —dijo el hombre que conducía el automóvil en el que iba Fontain, Ronald Vázquez.
Los dos hombres que me seguía a pie empezaron a seguirme y los autos hicieron lo propio. Me desvié por un callejón de mercadeo, confiando en que hubiesen personas, pero olvidé el toqué de queda que la misma comunidad se había impuesto por el recién asesinato. Ante todo, de algo sirvió pues los autos no lograron entrar por ahí y tuvieron que desviarse.
—¡Si corres será peor, mocosa! —gritó uno de los hombres que me seguían.
Mi casa estaba a tan solo dos manzanas. Estaba segura que en el instante en el que emergiera del callejón los autos me acorralarían y estaría frita, por lo que decidí subir una de las escaleras que dirigen a la azotea de algún edificio y que solo con un salto se alcanzaban.
—¡Está subiendo a la azotea! —gritó el otro hombre— ¡Agárrala!
Subí tan rápido como las escaleras hasta llegar a la azotea donde no había otro lugar más hacia donde correr, pero al mirar hacia el edificio de al lado vi que había una pequeña puerta hacia los pisos del edificio y por ahí podría escapar. Pero claro, primero era necesario saltar de un edificio a otro.
—Vamos, Dina, vamos, puedes hacerlo... —me fortalecía a mí misma en murmullos.
—¡Ya casi llegamos, pequeña. No tienes a dónde ir, mocosa! —decía uno de los hombres mientras subía la escalera.
Era saltar, morir en el intento, o morir dejándome atrapar por los hombres de Fontain. Eligiese lo que eligiese, la muerte era una clara probabilidad, pero no iba a desperdiciar mi valor. Los hombres estaban por alcanzar la azotea, así que di unos pasos atrás, tomé impulso, aguanté la respiración y mientras mi falda se zafaba por centímetros de las garras de uno de los hombres, eché a correr con los ojos entreabiertos y el corazón en la mano, y salté.
Un vacío vertiginoso me invadió el vientre y mi trayectoria en el aire estaba durando más de lo esperado, y por la cabeza se me pasó que quizás ya estaba cayendo al vacío.
Pero no. Finalmente toqué el suelo de la azotea del otro edificio, abrí los ojos y respiré.
—¡Mierda! La pequeña saltó de un edificio a otro. ¡Es una maldita desquiciada! —informaba uno de los hombres por la radio desde la otra azotea—. ¡Salta tú, ve tras ella! —se decían el uno al otro.
Aún ensimismada por mi hazaña, abrí la puerta que conducía a los pisos del edificio y empecé a descender. Cuando llegué al primero y salí a la calle, tres automóviles arribaban y me rodeaban por completo, sin dejarme hacia donde correr. Uno de los hombres descendió y se apeó a agarrarme.
—Ahora sí te tenemos, pequeña loca.
Antes de que me pusiera las manos encima, un auto deportivo azul oscuro se precipitó sobre dos de los autos que me rodeaban y los hizo añicos, arrollando también al hombre que por centímetros me atrapa. En medio de pitidos y quejidos de los otros hombres de traje, la ventaja del deportivo se bajó y vi dentro el rostro agitado y herido de la señorita Lizcano.