Vivencias No Solicitadas

Capítulo III

Partimos por una empinada calle. El sol relucía con intensidad y nos segaba los ojos a ambas. Pasamos por infinidad de lugares. El pueblo era claramente una urbe de comercio. Venta de flores, venta de textiles, venta de animales muertos, camiones —muy parecidos al que nos trajo al pueblo— repletos de diversidad de productos agrícolas y de animales. El olor no era para nada agradable. Hubo un momento en el que pareció salimos del centro de ventas y nos encontramos con cuadras repletas de casas bien pintadas, donde todo parecía calmado y se podía llevar una cotidianidad menos ruidosa. Más adelante tuvimos que adentrarnos en un callejón, cuyos andenes estaban repletos de botellas de bebidas alcohólicas y cigarros bien aplastados por los borrachos tirados unos centímetros más adelante. Uno que otro ya estaba despertando. Unos se sentaban y se quedaban así postrados en el andén, como si reflexionaran sobre su putrefacta y lamentable realidad, o como si simplemente estuviesen haciendo un esfuerzo inútil por ponerse de pie. Los que lograban esto último, se ceñían agresivos, en alaridos, gritando estupideces y, cuando nos veían, mi madre me ponía a sus espaldas y fruncía agresivamente el ceño.

     —Hola, hermosa —uno de ellos se le cruzó en frente, mientras dejaba escapar esos graciosos eructos que suelen padecer los borrachos—. Creo que se te cayó la llave —y señaló al suelo.

     —¿Qué llave, canalla? —respondió fuertemente ella, mientras miraba de soslayo al suelo.

     —¡La de la juguetería de donde te escapaste, muñeca! —se acercó un poco y rió en alaridos.

     —¡Apártate, mala vida. O te arranco las pelotas!

Logramos salir vivas del callejón, abriéndonos paso por piropos más soeces que el del borracho que se nos cruzó en frente, para darme cuenta que la escuela a la que había ido mi madre la noche anterior se encontraba justo a la vuelta de aquel callejón. No le presté mucho atención a ese hecho, pues desde bebé había vivido cerca —o en medio— de ambientes de este tipo.

Comenzamos a caminar por el ancho rejado del colegio, hasta llegar al puesto y entrada donde se encontraba el celador.

     —Buenos días, don Miguel —saludó mi madre al señor, muy alto y de contextura fina—.  ¿Cómo se encuentra la mañana de hoy?

     —Señora Deonilde, muy buenos días. Dichosos los ojos —tomó su bolillo y su gorra y se apeó a atendernos.

     —Esta es mi hija, Dina. Vengo a... a lo que le dije anoche.

     —Qué pequeña tan agradable, se parece un resto a usted —frotó mi melena—.   Deben entrar y llegar a la sala de registro, allí las atenderán.

Mi madre le agradeció y entramos. Al parecer habíamos llegado justo a la hora del inicio de clases porque pululaban autos llegando, madres despidiendo a sus hijos, niños corriendo por doquier. Los niños que estaban ya dentro de las aulas jugaban a "la lleva" y sentía la mirada de muchos otros sobre mi espalda. Llegamos a la sala de registro donde habían dos pares de padres de familia protestando en frente de una mujer refinada, de pelo rubio y anteojos sentada tras un escritorio.

     —Las cosas ya han ido bastante lejos, señorita Lizcano —decía uno de ellos, aferrado a la mano de su mujer—. El olor, la contaminación y el peligro que representan esas gentes es mayúsculo para nuestros niños y niñas.

     —Entiendo sus angustias, señor Valdez, pero le aseguro que estamos tomando cartas sobre el asunto para el mejoramiento de la situación —la señorita, bien parecida, habló como si ya hubiese pronunciado estas palabras miles de veces anteriores a esa.

     —Pues más le vale —respondió otra madre de familia—, porque no queremos que nuestros niños, en vez de aprender a sumar y restar, aprendan como armar un puro de crack.

     —Les reitero que estamos...

Y todos los parientes salieron de par en par, cerrando estruendosamente la puerta de la Oficina de Registro. La señorita Lizcano agachó la cabeza, se frotó la sien y regresó la mirada hacia nosotras.

     —¿Les puedo colaborar en algo? —dijo, entrecerrando los ojos.

     —Emh... Sí, traigo a mi hija para matricularla. Me dijeron que aquí podía hacer el procedimiento.

     —Tomen asiento —me iba a dirigir hacia una de las sillas pero mi madre me cargó y me puso en sus piernas—. ¿De qué escuela proviene la niña?

     —Me temo que es la primera vez que ingresará a una.

     —¿Por qué motivo?

     —Por mi trabajo —la miré enseguida y ella lo supo—. Por mi trabajo debo viajar constantemente.

La señorita, que al ver todo su escritorio y escudriñar por sus objetos, me di cuenta que posiblemente no tenía hijos, había viajado fuera del país, le gustaban las gardenias y su nombre completo era Patricia Lizcano. Mi abuela me había enseñado a leer antes de que falleciera y su hija, mi madre, nos hiciera viajar de allá para acá.




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