CAPÍTULO 16: El hermano
—Soy culpable de la muerte de mi hermano.
Así, rotundo, fue el comienzo de su relato. Si no hubiera estado callada, me habría quedado muda. El impacto fue brutal.
Respiró hondo.
—Es la primera vez que lo digo en voz alta.
Después guardó silencio, rebuscando las palabras que usaría a continuación.
—Fue en 1995. Nunca olvidaré ese año, está grabado a fuego en mi memoria. Mi padre estaba de viaje. Quedamos en casa los tres con mi madre. Estábamos jugando en el patio, yo con una pelota y mis hermanos no sé con qué jugaban. Lo repasé mil veces en mi memoria y no lo recuerdo. Yo tenía cuatro años, Liz tenía dos y Nick tenía un año. Mi madre de pronto me dijo que cuidara de mis hermanos, y entró a la casa. Vi que llevaba el teléfono en la mano así que probablemente alguien la habría llamado.
Hizo una pausa y luego continuó.
—Yo me quedé mirándolos mientras jugaba con la pelota. En un momento se fue detrás de unas plantas enormes que había en el costado del patio y corrí a buscarla. Tal vez me demoré allí un rato, no sé durante cuánto tiempo, hasta que escuché los gritos desgarradores de mi madre. Me asusté tanto que salí corriendo de detrás de las plantas y la vi arrojarse a la piscina y salir casi enseguida con mi hermanito en brazos. Liz estaba tan asustada que corrió hacia mí y me tomó fuertemente de la mano. Qué pasó después no lo recuerdo con claridad, es todo muy confuso: alborotos, llanto, la policía, un funeral, el cementerio… Y la culpa.
Me levanté y le traje una copa de agua.
Bebió y continuó.
—Mi padre me reprendió severamente. Mi madre me gritó con histeria que yo debía cuidarlo. Y… no sé… algo quedó roto, porque a partir de entonces todo fue distinto, ya no hubo más gestos ni palabras afectuosas ni para Liz ni para mí, ni entre ellos.
Me senté a su lado y tomé fuertemente su mano.
—Por eso hago todo lo que me dicen. Me siento en deuda con ellos. Siento que arruiné sus vidas, porque ya no volvieron a ser los mismos.
Me arrodillé frente a él y tomé su cara entre mis manos mientras él me miraba con profunda tristeza.
—¡Tenías cuatro años, Do! ¡Jamás podrías ser culpable! Y si tus padres te culparon o te culpan por ello, están rotundamente equivocados. ¡Cree lo que te digo, Dorian! No tiene ninguna lógica que un niño de cuatro años, que no puede hacerse cargo de sí mismo, se haga cargo de otro. ¡Min tiene cuatro años! ¿Tú la ves capaz de cuidar de alguien?!
Me miró con pesadumbre por largo tiempo. Luego me abrazó con fuerza y lloró sobre mi hombro. Estaba derramando toda la culpa contenida durante veintisiete años.
Pasamos así largo rato. Cuando nos separamos, me dijo:
—Éste soy yo, completo. Ahora sí sabes todo de mí. Tú decides si me quieres en tu vida o no.
—¿Y tú?
—Para mí es fácil. Tú eres perfecta. Por supuesto que te quiero en mi vida.
Yo no respondí con palabras. Simplemente lo besé, aceptando todo su bagaje de emociones, sentimientos, aflicciones… Era Do, el hombre guapo y misterioso, perfecto en todos lo que hacía y decía, que me tenía de la cabeza desde hacía tiempo. ¡Cómo no iba a quererlo en mi vida!