Volver a amar: Josephine

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 34: Bahamas

—¡Midá mami! ¡Un pidata como el de mi cuento!

Min señalaba entusiasmada al hombre con disfraz de pirata que entretenía a los niños en el barco. El tour en crucero interactivo había sido idea de Dorian. Él se veía más feliz aún que Min.

Habíamos arribado a Nassau después de cinco horas de vuelo. En el aeropuerto, Dorian había alquilado un auto en el que llegamos al hotel, ubicado en el centro de la ciudad, donde permaneceríamos por un día. El lunes partiríamos hacia la Isla Stocking.

Planeamos destinar el domingo para recorrer la ciudad capital y conocer sus atractivos turísticos, y Min lo estaba disfrutando en grande.

Cuando terminara el tour, iríamos a almorzar y luego saldríamos a comprar obsequios y recuerdos para llevar a casa. Además queríamos recorrer algunos lugares históricos y el parque nacional. Iba a ser un día intenso.

Al anochecer, luego del reporte de Annie -tal como había prometido-, y de una exquisita cena en el hotel, terminamos rendidos y dormimos con sueño profundo.

* * *

Al día siguiente partimos hacia las Exumas. Fue un vuelo corto hasta Georgetown, y luego cinco minutos en bote hasta nuestro destino final.

Arribamos al complejo alrededor del mediodía. El lugar era maravilloso. Un pequeño grupo de bungalows frente a la playa, un lugar apartado y tranquilo con una vista majestuosa de las aguas cristalinas de color turquesa del mar Caribe.

Nuestro alojamiento era elegante y acogedor, rodeado de una galería de madera blanca con sillones y mesa para disfrutar de un desayuno o una cena romántica con la vista exquisita del mar. Al entrar, se abría una pequeña sala de estar y cocina a la izquierda, y hacia la derecha dos cuartos con vista envolvente, a través de los enormes ventanales, de la playa y el mar.

Nos acomodamos enseguida, ya que el equipaje que llevábamos era escaso, y salimos a recorrer los alrededores.

Los caminos naturales con vegetación exuberante nos llevaron a un restaurante en la playa donde pudimos tomar un almuerzo ligero para luego seguir recorriendo.

—No te alejes de nosotros, Min -dijo Dorian preocupado.

Mi niña estaba tan feliz que corría delante de nosotros y se detenía a mirar todo.

Dorian y yo caminábamos tomados de la mano detrás de ella. Estábamos decididos, sin hablarlo, a disfrutar de la paz y la belleza que teníamos por delante los siguientes siete días. Lo que viniere después, lo enfrentaríamos cuando se presentara.

* * *

Pasamos el resto de la tarde en la playa y el mar.

Al atardecer, cuando caía el sol y los colores del paisaje se teñían de dorados, naranjas y violetas, regresamos al bungalow y recién entonces Min comenzó a mostrarse cansada y soñolienta. Me apresuré a bañarla mientras Dorian pedía la cena para que ella pudiera comer antes de dormir. Apenas terminó, cayó rendida en la cama, de forma tal que ni siquiera pidió que le leyera un cuento.

Mientras Dorian se encargaba de preparar la mesa en la terraza para nosotros, yo tomé una ducha reparadora que me quitó el cansancio del viaje. Me puse un vestido blanco, corto y ligero, ya que la noche se anunciaba cálida.

—Estás hermosa -me dijo en un susurro, sus ojos grises hipnotizándome y su boca tan próxima-. ¿Me esperas? -susurró luego, y con una sonrisa pícara se marchó a tomar una ducha.

Cenamos en la terraza, a la luz de una vela, con la vista exquisita del mar y el sonido de las olas acariciando la playa.

Él se había puesto un pantalón y una camisa blancos. Su pelo negro un tanto revuelto por la brisa, hacía el contraste perfecto con el color de su piel y de su ropa. El azul de la noche le sumaba misterio y hermosura. Estaba guapísimo.

Ambos estábamos descalzos. Sentíamos la energía de la tierra y la armonía del entorno envolvernos y traspasarnos. Eran el momento y el lugar perfectos.

Bajamos a la playa y entramos al mar, así, vestidos, sólo para experimentar el contacto con la inmensidad, y, abrazados, sentir que nuestros cuerpos juntos eran en sí un universo.

Así era amar a Dorian. Una experiencia religiosa.

Regresamos tomados de la mano. Nos quitamos mutuamente nuestras ropas mojadas, me tomó en sus brazos con la delicadeza con que tomaría una pieza de porcelana china, me llevó hasta el lecho, y me elevó una vez más, como siempre lo hacía, siempre nuevo, siempre perfecto.




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