CAPÍTULO 38: El retorno
A media mañana dejamos el complejo. Cuando subimos al bote, miré con nostalgia el lugar en el que, durante los últimos siete días, había vivido la angustia y la dicha por partes iguales. Parecía que Min también la sentía, porque agitaba su manita saludando el lugar que había sido su hogar por una semana. Dorian miraba, con expresión indescifrable, sin apartar la vista a medida que nos alejábamos, la cabaña y la playa, mientras tenía a Min fuertemente tomada de la mano.
Ese sábado hicimos noche en Nassau, desde donde partimos a la mañana siguiente, en un vuelo muy temprano, rumbo a nuestro hogar.
* * *
Llegamos a primera hora de la tarde. Mi madre había limpiado la casa y llenado el refrigerador, y nos esperaba ansiosa porque, aunque no lo dijera, había echado mucho de menos a su nieta.
Nada más llegar, Min se arrojó a sus brazos y no hubo forma de separarlas por largo rato, ni aunque yo le explicara que ya estaba pesada para los brazos de la abuela.
—Ya sé nadá, abuela. Cuando me adastó la ola, Do me sacó del agua y después me enseñó a nadá.
Mamá me miró horrorizada. Había llegado el momento de contarle lo que había sucedido. Cuando terminé, ella hizo un esfuerzo por disimular la angustia que le había provocado el suceso, y miró a Min.
—¿Por qué fuiste sola a la playa?
—Queía que eda mami.
—¿Te asustaste mucho?
—Un poquito… No te peocupes, Do me salvó y después él y mami me mimadon mucho.
Esa noche, después de cenar con mi madre, miramos fotos y videos, contamos anécdotas, y también le preguntamos a mamá sobre sus días durante nuestra ausencia.
Nos contó acerca de las frecuentes visitas de Elizabeth y cómo terminaron convirtiéndose en casi amigas. En realidad, mi madre, con su enorme y generoso corazón, sería confidente, consejera, mamá de cualquier persona que se acercara a ella y le abriera su corazón. Y tal parecía que eso era lo que había ocurrido con Liz.
Más tarde, Min le pidió a la abuela que le leyera un cuento, aunque apenas si escuchó el comienzo antes de quedarse dormida.
* * *
Cuando nos quedamos solos, Dorian y yo permanecimos largo rato levantados, disfrutando una copa de vino, gozando del regreso, deleitándonos con los aromas del hogar, intentando prolongar esa sensación de paréntesis en la vida cotidiana, que al día siguiente llegaría a su fin. Pero no importaba, los ánimos estaban renovados, estábamos juntos, nos amábamos, teníamos una familia… Sentíamos que podríamos enfrentar cualquier dificultad que se presentara.
La noche perfecta terminó en mi cuarto, cuando Dorian me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia sí, y no pude más que responder a sus besos y sus caricias.