CAPÍTULO 55: Cambios
Golpearon con violencia la puerta. Dorian y yo nos miramos extrañados. ¿Quién podría ser a esa hora y con esos modales?
Antes de las nueve yo había llevado a Min al jardín y cuando volví encontré a Dorian en casa. Él había ido a trabajar muy temprano y era inusual que estuviera de regreso a esa hora. Se lo veía serio y a la vez relajado, cuando tomó mi mano y me invitó a sentarme para hablar de lo que acababa de hacer. Y no había comenzado aún cuando sonaron los violentos golpes en la puerta.
Acudí a atender.
—Busco a Dorian -la voz grave y brusca del señor Allen me increpó apenas abrí, sin siquiera un “buenos días”.
No respondí, sólo me volví para llamar a Dorian pero el señor Allen entró sin esperar invitación.
Agradecí infinitamente que mi hija no estuviera en casa, porque ese hombre inspiraba temor. Pero decidí que yo no me iba a dejar amedrentar por él.
Me quedé de pie junto a Dorian. No iba a dejarlo solo, ya que sabía que con su padre él nunca tenía suficiente coraje.
Pues me equivoqué.
—¿Te volviste loco?! -bramó el señor Allen.
—Es irrevocable -dijo él sin levantar la voz pero con firmeza.
—¡No puedes renunciar!!
—Ya lo hice.
—¡Voy a dejarte sin un centavo!!! ¡Voy a borrarte de la empresa!!!
—No puedes, papá, sabes que soy miembro del directorio y uno de los principales accionistas. Si tocas mi dinero te demando.
La voz de Dorian conservaba una calma que asustaba por su peso y su firmeza.
El padre bramó.
—¡Haces esto por esa…
—¡Cuidado con lo que vas a decir! -advirtió Dorian levantando la voz.
Este nuevo hombre me resultaba desconocido.
—...mujer…! -terminó la frase el padre, mordiendo el insulto.
Ante el desarrollo de la conversación, y viendo que Dorian no me necesitaba, me fui retirando hasta quedar parada a cierta distancia detrás de él.
—Acabemos acá, papá. Desde que tengo recuerdo sentí que me culpabas por la muerte de Nick, no sabía si por descuidarlo o simplemente por seguir vivo, y jamás me diste la oportunidad de entenderlo ni tuviste la decencia de explicarlo. He soportado todas tus humillaciones con la cabeza gacha y sin réplicas. Pero hay una cosa que definitivamente no te voy a permitir, y es que menosprecies e insultes a la mujer que amo. Ella es una mujer honesta, valiente y decente, una madre ejemplar, cualidades que ni tú ni mamá conocen y jamás van a tener la suerte de conocer. La vida me regaló la oportunidad de encontrarla y ella tuvo la infinita bondad de aceptarme, a pesar de ustedes, y me siento honrado por ello. Y si ustedes no están dispuestos a amarla y respetarla como yo lo hago, tanto a ella como a nuestra hija, ya no quiero pertenecer a la familia.
A medida que hablaba, el volumen de su voz iba en aumento. Las últimas palabras casi las gritó. Nunca había escuchado a Dorian gritar, era realmente excitante. Yo me debatía entre mis ganas de saltar a la yugular del señor Allen, de comerme a besos a su hijo, o quedarme de pie y en silencio donde estaba.
E hice esto último.
El señor Allen me miró con odio, miró a su hijo con la misma expresión, y se marchó.
Inmediatamente Dorian se volvió hacía mí, caminó los pocos pasos que nos separaban y me abrazó con fuerza.
—Perdón -susurró en mi pelo-. Perdón. Perdón.
Ya no le permití seguir. Tapé su boca con la mía, en un largo beso.
Cuando logramos separarnos, le pregunté:
—¿Aún tienes ese anillo?
Me miró con un brillo de emoción en sus ojos y al instante desapareció. Regresó a los pocos minutos -el tiempo que le tomó subir al octavo piso y regresar- y nuevamente se hincó de rodillas frente a mí. No era noche de luna ni estábamos a la vera del lago, tampoco sonaban los acordes del piano lejano, pero para mí eran el escenario perfecto y el momento perfecto, por lo que yo también me arrodillé ante él.
—¿Me aceptas? ¿Con todas mis imperfecciones y todos mis traumas? -me dijo el hombre más perfecto y más guapo del mundo.
—Y tú ¿me aceptas con todo mi desequilibrio y todo mi equipaje?
—Hasta la muerte. Y aún después.
—Y yo te acepto con todo lo que eres y todo lo que traes.
Me colocó el anillo en el dedo y nos abrazamos. Estuvimos así por largo tiempo, ambos de rodillas, apretados uno contra otro, sintiendo los latidos de nuestros corazones, en la certeza de que al fin, juntos, podríamos andar el camino que nos quede y enfrentar lo que viniere.
Cuando fuimos a buscar a nuestra hija, y más tarde fuimos a contarle a mi madre, todo se sentía diferente, como si la vida toda hubiera cambiado aunque el mundo permaneciera indiferente.