Volver a amar: Josephine

CAPÍTULO 61

CAPÍTULO 61: Día especial

Miro a través de las cortinas del bungalow hacia la playa. EL escenario es perfecto. Nunca antes habría imaginado que belleza semejante esperara por mí. Sin embargo hoy no me sorprende, porque desde que Dorian entró en mi vida todo lo inimaginable se hace realidad.

Todo está dispuesto: el arco de cañas con rosas y tules, las pocas sillas blancas decoradas, las antorchas, el camino de pétalos hacia el altar, camino que andaremos dentro de pocos minutos mi niña y yo.

Mi madre termina de colocarme la última flor en el pelo y nos miramos al espejo. Ella está radiante, con un vestido beige de corte recto y zapatos bajos al tono. Min parece una princesita: luce un vestido blanco de seda con puntillas y mangas mariposa, sandalias de pies descalzos de ganchillo y pequeñas flores blancas en el pelo.

Miro mi vestido. La costurera ha hecho un gran trabajo. Es un vestido de seda blanca con canesú de guipur, escote en V, sin mangas, de cintura alta y falda amplia levemente fruncida, de largo midi. En el cuello llevo, como única joyería, la cadena de oro blanco con el dije de corazón, que Dorian me regaló en mi cumpleaños el mes pasado. Y en los pies, al igual que Min, sandalias de pies descalzos, con strasses incrustados en las cadenas de plata.

Llevo el cabello suelto con pequeñas flores blancas dispersas y los pequeños aros de diamantes que hacen juego con la cadena de mi cuello.

Estoy emocionada. Nunca pensé que volvería a protagonizar una boda, pero así se dio mi vida, y estoy agradecida por ello. La primera fue una aventura de juventud, un tanto alocada tal vez, pero que me dejó este tesoro que hoy me acompañará al altar al encuentro de una segunda oportunidad, más madura, más reflexiva, pero no por eso menos intensa.

—¿Están listas?

—Sí, mamá. Muchas gracias.

—Están hermosas -me dice con una sonrisa-. Espera unos minutos a que llegue, y luego salgan.

Y se marcha.

Poco después, Min toma la canastita con las sortijas y yo el ramo de rosas. Respiro hondo, miro con amor a mi niña y la tomo de la mano, abro la puerta y salimos al exterior.

Atardece. El escenario es un paraíso teñido de los tonos naranjas y dorados de la puesta del sol en el Mar Caribe.

Empezamos a bajar las escalinatas hacia la playa y comienza a sonar “Perfect”, en versión instrumental. Me siento desconcertada y busco con la mirada el origen de la música. Una pequeña banda compuesta por piano, violín y chelo, se encuentra próxima a la pérgola interpretando “nuestra canción”. Hago un enorme esfuerzo para no llorar. No quiero recordar este día a través del velo de las lágrimas.

Caminamos lentamente por el camino de pétalos, mientras los pocos invitados se voltean para vernos avanzar. Veo sus rostros emocionados: mamá, Elízabeth, Annie, la nana Mary… Más allá, bajo el arco de cañas y flores, con el mar Caribe de fondo, aguarda Dorian, de pie, próximo al celebrante, con el cabello negro un tanto revuelto por el viento y sus mágicos ojos grises, mirándome con honda emoción. Está guapísimo con su ropa clara y sus pies descalzos. Siento un fuerte deseo de correr hacia él y fundirme en un abrazo, pero me contengo, debo comportarme y disfrutar cada instante de este día especial.

Al llegar junto a él, mi madre recibe a Min y toma mi ramo. Extiendo mi mano para tomar la de Dorian y le sonrío, confiada, feliz. Entonces todo lo demás desaparece. Escucho el sonido de las olas, la música, siento el viento, pero todo se percibe muy lejano, como en un ensueño. Lo único que se siente real es él, su mirada embriagadora, el calor de sus manos, su perfume…

Todo alrededor está gritando: “¡Amor!” Porque es el amor… y es para toda la vida.




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