EPÍLOGO
Se apodera de mí la ansiedad esperando en el altar a la mujer más hermosa del mundo.
Ella es bella en todos los sentidos, es luminosa, es perfecta, y yo soy afortunado porque me ha aceptado en su vida. Estoy aterrado de que, en el último minuto, se dé cuenta de mi insignificancia y decida dejarme esperando en el altar, con el corazón roto pero sin sorpresa, porque la única sorpresa es que ella me ame.
Mi corazón late con fuerza cuando abre la puerta y comienza a descender por la escalinata. Parece que se sorprende cuando empieza a sonar la música. Es mi regalo para ella, porque ella es perfecta. En realidad se merece el mundo pero no lo quiere de mí, quiere ganárselo por sus propios medios, y más la amo por eso.
Siento el corazón salirse de mi pecho al verla avanzar a mi encuentro, radiante en su vestido blanco, de la mano de su hija, esa niña adorable que me ha conquistado desde el primer momento y que ahora me llama papá. Ambas han anclado en mi corazón y me han hecho su prisionero.
Josephine, la mujer de mi vida, llega hasta mí con su sonrisa dulce y su mirada de fuego, y nubla mis sentidos. No escucho lo que dice el ministro, sólo la voz de mi amada diciéndome que desea pasar el resto de su vida conmigo, y me desarma.
No sé si ella escucha mi voz cuando le digo que la amo más que a nadie en el mundo, que la única meta de mi vida es hacerla feliz a ella y a su hija, y que le entrego mi existencia…
Como en un sueño, apenas percibo que el ministro sigue hablando, que nos colocamos las sortijas.
Lo único que siento real es el beso, ese beso intenso que sella nuestra unión y que recordaré por el resto de mi vida hasta el último aliento.