Nunca pensé que volver a ese lugar sería como abrir una herida que nunca terminó de cerrar. Las paredes del hospital olían a desinfectante y a secretos. Caminaba por el pasillo como cualquier otro día, revisando la historia clínica de un nuevo ingreso, hasta que vi ese nombre en la carpeta. Zabaleta, Franco. Y aunque no era él, mi corazón se encogió. Porque Zabaleta significaba Santiago. Y Santiago era todo lo que alguna vez quise… y todo lo que me destruyó.
Doce años.
Doce malditos años tratando de apagar un fuego que aún arde en mis huesos.
Me obligué a seguir, a cumplir con mi turno como si nada pasara. Pero en el momento en que crucé la puerta de la sala de cuidados críticos y lo vi a él—de pie, cabizbajo, con la misma forma de sostenerse el mentón cuando algo lo abruma—supe que estaba perdida.
Santiago; no había cambiado tanto. Seguía teniendo esa mirada triste, esa sonrisa torcida que no llegaba a nacer. Me bastó una fracción de segundo para que todo lo que creí enterrado regresara con una fuerza devastadora.
Y entonces, como si mi mente buscara refugio, volví ahí.
A ese instante en el que todo comenzó a arder.
Cinco años atrás — En casa del abuelo de Santiago
—¿Querés seguir con matemáticas o paramos un rato? —preguntó él, dejando la guitarra apoyada contra el sofá.
—No sé vos, pero yo estoy fundida —respondí, estirándome mientras me dejaba caer sobre el sillón, con la carpeta aún en la mano.
Él rió bajo, ese sonido que me hacía cosquillas en el pecho. La casa del abuelo tenía un aire antiguo, con paredes llenas de fotos sepia y olor a libros viejos. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales. Era otoño. Frío. Silencioso.
Cerré los ojos, solo por un momento.
Escuché sus pasos acercarse. No me moví.
Sentí sus dedos rozar mi cabello, despacio, como si tuviera miedo de romperme. El silencio se volvió espeso. Cada caricia era un llamado, un susurro contenido. Cuando abrí los ojos, su rostro estaba tan cerca que sentí su respiración en mis labios.
Mi corazón se desbocó. Él no decía nada, pero lo decía todo.
—¿Sabías que si jugás con fuego, te podés quemar? —susurré, con una sonrisa que no ocultaba mis nervios.
Y aunque ansiaba que él se quemara, aunque lo deseaba con una intensidad que asustaba, él se alejó. Cobarde.
Se levantó sin decir nada y volvió a sentarse frente al cuaderno de ejercicios.
—Nos quedamos en el punto cuatro —dijo, como si nada hubiese pasado.
Yo quería gritar. Llorar. Besarlo. Todo a la vez. Pero no dije una palabra. Me acomodé el pelo, respiré hondo y fingí que no importaba. Que no dolía.
Pero dolía.
Al día siguiente
No esperaba que me hablara. Mucho menos que me esperara en la puerta del colegio. Llevaba la guitarra colgada al hombro, el mismo buzo gris que usaba siempre, y unos ojos que no sabían si pedir perdón o permiso.
—Lola, tenemos que hablar —dijo, sin rodeos.
Lo seguí hasta el fondo del patio. No me miraba a los ojos.
—No pude dormir anoche —confesó—. Me fui como un idiota. No sabía qué hacer. Me asusté.
—¿De mí? —pregunté, dolida.
—De vos. De lo que siento por vos.
Mi mundo se detuvo. No porque no lo supiera. Sino porque, por fin, lo decía. Me miró con esa intensidad que sólo él tenía, y en ese instante, me besó.
Así empezó todo.
En secreto. Con miedo. Con pasión.
Con la promesa de un para siempre que nunca llegó.
Presente
Ahora estoy parada frente a él, doce años después. Él aún no me vio. Yo sí.
Y no sé qué me arde más: si el amor que aún me duele o el odio que me mantiene de pie.
Pero una cosa es segura.
Esta vez, yo tengo el fuego.
Y Santiago… está por quemarse.
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Editado: 18.06.2025