Volver a este lugar era como caminar entre ruinas que alguna vez llamé hogar.
La casa donde me crié ya no me pertenece. Mi tía, la única heredera legal, no tardó en decirme que está en venta. Que la “sentimentalidad no paga impuestos”. Y tenía razón. Así que me mudé a un departamento cerca del hospital, frío y silencioso, donde el eco de los recuerdos se multiplica. Vengo con lo justo. Una valija, mi título de enfermera, y una promesa de volver a ver a mi hija dos veces al mes, si el trabajo me lo permite.
Ella entiende. Es fuerte. Mucho más de lo que fui yo a su edad.
Pero cuando cuelgo nuestras videollamadas y me quedo sola, el pecho me cruje.
Hoy, cuando llegué al hospital, no esperaba que la casualidad me diera un puñetazo en el estómago. El paciente ingresado era Franco Zabaleta. Franco. El menor. El mismo que solía andar con una botella en la mano y los ojos perdidos. El mismo que alguna vez me pidió prestado dinero con una sonrisa rota.
El mismo que ahora está entubado, con el alma colgando de un hilo.
No supe qué hacer cuando vi a Santiago junto a la cama.
Él no me vio. O tal vez sí, pero no dijo nada. Se quedó ahí, de pie, con los brazos cruzados, la mandíbula tensa. Me alejé antes de que el temblor en mis manos se notara. Me refugié en la sala de enfermería y me tragué las lágrimas.
No era el momento. No todavía.
Horas más tarde, me asignaron la vigilancia nocturna en la Unidad Crítica. Alguien debía estar pendiente del estado de Franco. Y por supuesto, el destino, tan irónico como siempre, decidió que fuera yo.
Entré con la cabeza alta. Lo vi sentado en la sala de espera, hablando por teléfono.
—No. Te dije que no voy a dejar a Franco solo. Es mi hermano. Sí, ya sé que se lo buscó, pero igual es mi hermano.
[… pausa …]
—No, no sé cuánto va a costar. Pero si hay que vender otra parte del supermercado, lo hacemos. Después hablamos, Mauro.
Colgó. Y giró.
Nuestros ojos se cruzaron.
No hubo palabras. Solo un silencio que dolía más que cualquier grito.
Me miró como si no supiera si estaba soñando. Como si le doliera verme. Como si el pasado le hubiera caído encima sin aviso.
—Lola... —dijo. Apenas un susurro.
—Zabaleta —respondí, firme. Como si su nombre me diera urticaria.
Frunció el ceño.
—¿Ahora me llamás por el apellido?
—Es lo que figura en la ficha médica. No suelo tutear a los familiares de los pacientes.
La tensión se cortaba con bisturí. Quiso decir algo, pero lo interrumpí.
—Estoy a cargo de Franco esta noche. Si necesitás hablar con alguien, hay un psicólogo de guardia.
—Lola, no jodas. No soy un desconocido.
—Para mí, sí. Lo sos.
Vi cómo apretaba los puños. Cómo se tragaba la rabia, la culpa, los años. Supe que quería discutir. Que tenía cosas que decir. Pero no le di espacio.
—Andate a descansar. No podés quedarte acá toda la noche. Si hay novedades, te llamarán.
Y me fui. Entré a la sala, cerré la puerta detrás de mí, y apoyé la frente contra el vidrio. Las piernas me temblaban. Sentía su mirada clavada en la nuca.
Por dentro, todo se me rompía.
Por fuera, era hielo puro.
Pasada la medianoche, Franco tuvo una crisis de saturación. Corrí a asistirlo junto a dos médicos. Lo estabilizamos, pero quedó agitado, inconsciente, entre tubos y pitidos. Su cuerpo, tan joven, tan dañado. Una vida desperdiciada por una familia que siempre miró para otro lado. Incluyéndolo a él.
A Santiago.
Cuando salí para informar al familiar, lo encontré dormido en una silla, con el buzo como almohada y los brazos cruzados. Vulnerable. Roto. Tan parecido al chico que cantaba para mí en las tardes de secundaria.
Pensé en acercarme. En despertarlo. En preguntarle cómo había sido capaz de desaparecer.
Pero no lo hice.
Porque a veces, el silencio es la única venganza que duele de verdad.
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Editado: 18.06.2025