El turno de la mañana suele ser caótico, pero hoy lo sentí aún más denso. Como si cada sonido en el hospital rebotara dentro de mi pecho.
Franco sigue en estado delicado. La intoxicación fue grave. La médica de guardia dice que tiene suerte de seguir vivo, pero yo no sé si llamarlo suerte. Lo veo inmóvil, atrapado en ese cuerpo maltratado por años de excesos, y pienso en el chico que se colaba en los ensayos del colegio solo para vernos cantar a Santiago y a mí. Siempre riéndose de todo. Siempre un poco al borde.
—¿Y el familiar directo? —me preguntó la jefa de enfermería mientras revisábamos indicaciones.
—Santiago Zabaleta. El hermano. Estuvo toda la noche en la sala de espera. No quiso irse.
—¿Zabaleta? —repitió, arqueando las cejas—. ¿El del súper?
Asentí en silencio, con la mandíbula apretada.
Claro que lo conocen. En una ciudad como esta, todos lo conocen. El negocio familiar creció en los últimos años, y ahora Santiago es más que el pibe que tocaba la guitarra en los actos escolares. Es socio de una cadena de supermercados. Aparece en notas de diarios locales, en entrevistas de radio. Siempre con esa sonrisa estudiada. Siempre tan correcto.
Nadie ve la cobardía en las fotos. Solo yo.
A media mañana, mientras acomodaba las planillas de evolución, me lo crucé en el pasillo. Esta vez no dijo nada. Solo me miró. Tenía los ojos rojos. Y el gesto perdido.
No me detuve. Ni siquiera bajé la mirada.
Pero algo en mí se estremeció.
Feedback.
Lo vi, parado en esa esquina de la ciudad, hace doce años. El día que fui al hospital para tener a mi hija. Casi no lo reconocí, pero supe que era él. Con la misma cara de angustia que lleva hoy. Me siguió unos pasos. Me alcanzó. Y cuando se animó a hablar, yo le dije lo único que podía decir:
—Andate, Santiago. Ya está.
Y él se fue.
No hubo pelea. No hubo escena. Solo el sonido de mis pasos alejándome, con el miedo y el amor en guerra dentro de mí. No le dije que lo seguía amando. No le dije que mi alma se partía con su silencio. No le dije que lo necesitaba, pero no así. No roto. No por obligación.
Y nunca lo volví a ver… hasta ahora.
Volví a la sala. Franco se agitó un poco y abrí el cuaderno de control para anotar su evolución. La médica me pidió los datos de contacto de su hijo.
—Tiene un hijo, ¿sabías? —me dijo.
—Sí. Lo conozco —respondí. Me arrepentí de inmediato.
—¿Vos conocés a todos los Zabaleta?
Tragué saliva.
—Digamos que… nuestros caminos se cruzaron hace muchos años.
Ella no insistió. Solo me dio una sonrisa fugaz y siguió con lo suyo.
Salí del hospital a las tres de la tarde, exhausta. Caminé hasta el centro. Me detuve frente a la vidriera del supermercado donde él ahora es socio. Había un cartel que decía Zabaleta & Hermanos – Todo para vos. Sonreí con una amargura que me desgarró por dentro.
Una vez, todo lo que yo necesitaba… era él.
Y él no estuvo.
A la noche, en mi departamento, puse la videollamada. La carita de mi hija apareció del otro lado, con el pijama rosa y los ojos brillantes.
—¡Mami! ¿Cuándo venís?
—El finde que viene, amor. Te extraño un montón.
—Yo también. ¿Hoy fue un día difícil?
—Un poquito —mentí.
—¿Otra vez ese paciente que se porta mal?
Me reí. Su forma de ver el mundo siempre me salva.
—No, esta vez no. Este paciente… me recuerda a cosas.
—¿Lindas o feas?
La miré. Tan parecida a él. La misma boca, los mismos ojos. Me dolió. Pero también me dio fuerza.
—Las dos.
En la ciudad, Santiago está en su auto, frente a su casa. Mira el volante. El teléfono. Y no se atreve a escribir. Otra vez.
Como siempre.
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Editado: 23.06.2025