Volver a encontrarte

Capítulo 4 – Lo que se escucha en los silencios

En un hospital, todo se sabe. Las paredes no son sordas. Las enfermeras menos.

Y aunque nadie lo diga en voz alta, las historias personales son parte del circuito interno, como las notas clínicas o las claves de la red Wi-Fi. Circulan rápido. Se filtran entre turnos, entre cafés compartidos en la sala de descanso, entre una guardia y otra, como si fueran datos clínicos con historia de evolución.

—¿Así que vos fuiste novia del Zabaleta del súper? —preguntó Estefanía, una de las enfermeras más chismosas del sector, mientras preparábamos las jeringas para la ronda de medicación.

Estaba acomodando el carro con los antibióticos de la tarde y me detuve. La miré de reojo. Sabía que no lo había sacado de mi boca.

—¿Y eso quién te lo dijo?

—Yo no me invento nada, che. Lo dijo el doctor Carrizo. Que él te conocía “de cuando eras la chica del músico”. ¿Era así?

Me limité a sonreír. O algo que se le parezca. No iba a regalar detalles. No en ese tono. No en ese pasillo.

—Fue hace mil años, Estefi.

—¿Y no quedó nada de nada?

La miré. Y por dentro, me reí. No de ella. De mí. Si supiera todo lo que quedó...

Santiago había pasado la noche otra vez en el hospital. Lo vi desde lejos, dormido en un rincón de la sala de espera, con una campera tapándole la cara y los hombros encorvados como si cargara piedras invisibles. No parecía el mismo que aparecía en los flyers del supermercado tocando en festivales de barrio o presentaciones en vivo. Parecía un hombre vencido, con olor a intemperie y derrota. A veces, me cuesta odiarlo. A veces, me cuesta no amarlo.

Y ahí está el problema. Porque también, a veces, sueño con vengarme.
No con gritos ni escándalos. Con algo más cruel: la indiferencia.
Con mirarlo y no reconocerlo. Con hacerle sentir el mismo vacío que dejó en mí.
Con recordarle, cada vez que se cruce conmigo, que llegó tarde. Que se perdió todo. Que ya no tiene lugar.
Y sin embargo…
Ahí estoy yo, mirándolo desde lejos. Sintiéndome débil. Sintiéndome idiota.

Por la tarde, terminé mi ronda. Caminé hacia el sector administrativo para firmar unas planillas. Había estado esquivándolo todo el día, como si pudiese escapar del pasado con las suelas de mis zapatos. Justo al doblar por el pasillo viejo, escuché voces dentro de la sala de descanso. Reconocí una. Me detuve. Algo en mí sabía que no debía, que escuchar no era lo correcto, pero... era su voz. El corazón me empujó al error.

—¿Lola? —era Santiago—. Sí, claro que sé que trabaja acá.

[… silencio …]

—No, no es casualidad que esté cuidando a Franco. Es castigo divino, si querés. Una especie de broma del destino.

[… pausa …]

—Sí, la vi. Está igual. O peor. Más linda todavía. Pero no me habla. No me mira. Me odia.

El silencio siguiente me dolió en la piel. No sé si por lo que dijo o por cómo lo dijo. Como si le doliera no ser odiado con suficiente fuerza.

—La cagué. Eso ya lo sé. Me lo repito cada día. Y sí, sé que tengo una hija. ¿Creés que no la busqué mil veces en redes? Tiene mi boca. Tiene sus ojos. Es perfecta. Y no la conozco. Porque fui un cobarde de mierda.

Quise entrar. Decirle que no tenía derecho a soltar eso así, como quien deja una carta en un buzón equivocado. Pero me quedé. Escuchando. Haciéndome la invisible.

—Fui hasta el hospital cuando Lola iba a parir. La vi en la esquina. Cruzamos miradas. Pero ella… no me dejó acercarme. Me dijo que me fuera. No me gritó, ni lloró. Solo lo dijo. Y yo me fui. Como un idiota.

—¿Y ahora? —preguntó alguien del otro lado de la linea.

—Y ahora... ahora me muero por decirle que nunca dejé de pensar en ella. Pero no sé si tengo ese derecho. Porque lo perdí hace mucho tiempo.

Me quede escuchando, sin que me viera.
Su voz bajaba en ciertos momentos, como si dijera algo demasiado frágil para que el mundo lo oyera.
Hablaba con ¿un amigo, su terapeuta, un hermano?, no lo se, pero se que hablaba de mí. Eso lo supe al instante. Y lo supe por cómo dijo “ella”, como si ese pronombre aún llevara mi nombre grabado.

Quise avanzar. Frenarlo. Preguntarle por qué ahora. Por qué no antes. Por qué, si tanto pensaba en mí, no apareció cuando más lo necesitaba.

Pero no me moví.

Me quedé quieta, sosteniéndome del marco de una puerta como si pudiera desvanecerme.

Me fui antes de escucharlo decir más.

No quería conmoverme. No quería volver a desear que lo hiciera todo diferente. Que me dijera que no fue miedo, sino ignorancia. Que no fue abandono, sino torpeza. Pero no hay sinónimos suficientes que justifiquen una ausencia. El amor no se mide en promesas ni en disculpas: se mide en presencia.

Lo odiaba por hacerme recordar. Por despertar en mí la voz que aún pregunta ¿y si?
Por hacerme sentir que todavía dolía. Y ahí, en ese rincón del hospital, lo supe:

A veces el amor no se supera.
Se transforma.
Y yo…yo quería venganza.

No de la cruel. No de la sangrienta.
Sino de esa que te devuelve el poder.
La que te hace mirar al pasado sin arrodillarte.
La que no busca hacerle daño, sino salvar lo que queda de vos misma.

Y sin embargo, me odiaba al mismo tiempo a mí por seguir esperándolo, en algún rincón absurdo del alma.

Esa noche, me senté en mi cama con el cuaderno que uso como diario desde que me vine a esta ciudad. Escribí como quien necesita vomitar. Las palabras salieron solas, como si escupiera veneno y flores al mismo tiempo.

“Hoy lo escuché decir que me amó. Que me ama. Que sabe de nuestra hija. Que sabe que falló. Y por un segundo, un estúpido segundo, quise creerle. Pero no se trata de amor. Se trata de estar. Y él nunca estuvo.”

Cerré el cuaderno con las manos temblando. Afuera, la lluvia golpeaba la ventana como una señal vieja. Me acosté con la almohada apretada contra el pecho. Y soñé con guitarras. Con canciones que nunca terminamos. Con incendios que todavía arden en algún lugar.




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