Las guardias nocturnas tienen un algo.
Un susurro extraño, como si el hospital tomara vida cuando se apagan algunas luces. No hay ruidos bruscos, solo monitores que parpadean, respiraciones irregulares y ese zumbido constante de lo que aún no se dijo.
Estoy en la sala de enfermería, revisando planillas.
Siento el cuerpo cansado, pero más cansado está el alma.
En mi bolso tengo una foto de ella. De mi hija. Esa niña que crece lejos de esta ciudad y que, cuando sonríe, parece sacada de otro mundo.
Cada tanto, la saco y la miro. Me recuerda por qué aguanto tanto.
—¿La nena? —pregunta Mariana, mi compañera.
Asiento. No necesito decir mucho.
Y entonces, como un golpe certero en el pecho, el recuerdo vuelve.
Flashback – Hace casi doce años
El test.
Dos líneas rojas que me cambiaron la vida.
Primero, el silencio. Luego, el temblor.
No sabía si llorar o gritar. Sentí que el mundo se abría bajo mis pies.
Mi mamá fue la primera en saberlo.
Me sostuvo mientras yo me quebraba.
—¿Se lo vas a decir a Santiago? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta que aún no me animaba a pronunciar.
Asentí. Pero era mentira.
No pude hacerlo. No de inmediato.
Él estaba lejos, en otra ciudad, con una vida en marcha. Y cuando por fin me animé a llamarlo, su voz…
Su voz sonaba distinta. Apagada. Lejana.
Como si un cristal helado se hubiera interpuesto entre nosotros.
Supe, en ese momento, que algo se había roto hacía tiempo.
Y aunque reuní valor y se lo dije, lo hice más por obligación que por esperanza.
No quería retenerlo. No deseaba que se quedara solo por un hijo.
El amor, cuando es verdadero, no debería necesitar excusas para quedarse.
Pero el amor tiene ese “qué sé yo”… esa manera estúpida de hacernos creer.
Así que lo esperé. Me convencí de que aparecería.
Y apareció.
Una noche, de forma repentina, se presentó en la casa de mis padres en el sur.
Me abrazó, con los ojos llenos de lágrimas contenidas.
Se arrodilló frente a mí, acarició mi panza apenas incipiente y le dio un beso suave, como una promesa. Como si en ese contacto sellara una nueva vida.
—Vamos a estar bien —me dijo.
Y yo le creí.
Ese verano viajamos a nuestro querido norte.
Fuimos juntos a ver a sus padres. Compartimos unos días de calma.
Él parecía convencido. Ilusionado. Me miraba con ternura.
Yo lo veía y sentía que todo podía volver a ser como antes.
Pero el amor… otra vez, el amor.
Cuando regresé al sur, lo hice sola.
Él se quedó con la promesa de alcanzarme “luego”.
Pasaron días. Semanas. Meses.
La distancia no solo nos separó en kilómetros, nos vació en la esencia.
Los mensajes se volvieron fríos. Las llamadas, escasas.
Las excusas, habituales… hasta que no quedó nada.
Cuatro meses después, cuando estaba a punto de dar a luz, lo vi.
En una esquina, cerca del hospital.
Grande. Flaco. Con el mismo pelo revuelto de siempre… y los ojos llenos de miedo.
Nos miramos.
Yo tenía contracciones. Él tenía culpa.
Se acercó como un perro arrepentido. Pero no lo dejé hablar.
Con todo el amor que me dolía, que me quemaba, le dije:
—Ándate, Santiago. Esto no se soluciona ahora. No de esta manera.
Y seguí caminando. Sin mirar atrás.
Con bronca. Con una mezcla de amor y odio que me dejó el pecho en carne viva y el corazón desgarrado con cada paso.
Él no insistió.
No gritó mi nombre.
No corrió tras de mí.
Se fue.
Eligió desaparecer.
Tuve a mi hija con la mano de mi mamá en la mía, con el cuidado de mi padre noche y día.
Y el corazón lleno de la ausencia que él me dejó.
Y aunque sé que quiso volver, que tuvo miedo, que dudó…
Esa fue la peor elección de su vida.
Y también la mía.
Porque desde entonces no hubo un solo día en que no lo recordara.
No con odio.
Sino con esa tristeza honda de lo que pudo ser… y no fue.
Presente
Franco sigue internado. Los médicos dicen que la evolución es lenta, pero positiva.
Él duerme casi todo el tiempo. Santiago pasa mucho en el hospital.
Se lo ve cambiado. Menos impulsivo. O más triste. O ambas.
—¿Me traés café? —me pide una noche. Su voz suena gastada.
—No estoy de servicio en cafetería —respondo sin mirarlo.
—Sabés que lo intento, ¿no?
—¿El café?
—No. Hablarte.
—¿Y por qué no lo hacés?
Se queda callado. Entonces lo miro.
Está parado ahí, con las manos en los bolsillos, como si tuviera dieciocho años otra vez.
Pero no. Ya somos adultos.
Y cargamos con todo el daño que eso implica.
—No tenés idea de lo sola que estuve —le digo, y me odio por confesarlo—. Vos te fuiste. Y yo me rompí tratando de que nada se notara.
—Lo sé.
—No. No sabés nada. Vos seguiste con tu vida: tus negocios, tus mujeres, tus amigos, tus fiestas, tu mundo perfecto.
Yo me quedé con todo. El miedo. La panza. La culpa. El silencio.
—¿Pensás que fue perfecto para mí?
—No me importa.
Y me voy. Pero tiemblo. Porque lo amo.
Y amarlo así… me parte.
Esa noche, al llegar a casa, sueño con la nena.
Ella corre en una plaza. Me llama.
Yo corro detrás.
Y él también.
Pero ella solo se detiene cuando él extiende la mano.
Y yo me despierto llorando.
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Editado: 23.06.2025