Amaneció con esa palidez típica del invierno en el norte. Afuera, el cielo parecía cubierto con una sábana gris y pesada. Dentro del hospital, los ruidos empezaban a multiplicarse: carros metálicos, pasos veloces, murmullos que aún no se animaban a ser voces. Y yo, encerrada en la sala de descanso, abrazando una taza de café frío que ni siquiera había terminado de beber.
Llevaba puesta la campera sobre el uniforme. Era sábado. Franco seguía en terapia, y aunque no estaba en mi turno, me había quedado para adelantar papeles. O eso me decía. En realidad, no podía irme. Había algo, o alguien, que me retenía sin remedio.
El golpe en la puerta fue leve, pero suficiente para sobresaltarme.
—¿Molesto? —era Santiago, otra vez. Con esa voz baja que me sacudía los huesos.
—Sí, bastante —respondí sin mirarlo.
—¿Puedo pasar igual?
No contesté. Entró. Se sentó frente a mí, dejando una carpeta que traía bajo el brazo sobre la mesa. Se quedó en silencio unos segundos, como si juntara coraje.
—No vine a hablar de Franco —dijo finalmente.
—¿Entonces a qué viniste?
—A preguntarte por ella. Por Luz.
Su nombre me golpeó como una ola de hielo en el pecho. La taza tembló entre mis dedos. Apreté los labios. No iba a facilitarle nada.
—¿Por qué ahora, Santiago?
—Porque no puedo más. Porque que desde que vi esa foto no dejo de pensar en todo lo que me perdí. Porque estoy harto de vivir con esta culpa como mochila.
Lo miré. Estaba despeinado. Tenía ojeras. Pero más que eso, tenía el alma deshilachada. La reconocí. Esa cara que me había mirado hace doce años, rota y asustada. La misma que ahora pedía una oportunidad que no sabía si merecía.
—Te juro que intenté acercarme antes. Pero tenía miedo. Miedo de no ser suficiente, de que ella no me reconociera… de que vos no me perdonaras.
—Y acertaste. No te perdono.
Mis palabras le dolieron. Lo vi. Pero no se levantó. Se quedó ahí, tragando la angustia como quien se bebe un veneno de a sorbos.
—Valeria me dejó —dijo, de repente.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Nada. Solo que es parte del cambio. Estoy tratando de rehacerme. No sé si sirva de algo decirlo.
—No sirve. Porque lo que rompiste, Santiago, no se arregla con promesas.
Se incorporó. Y entonces, ocurrió algo que me descolocó: se acercó, y en lugar de tocarme, se agachó frente a mí, como aquella noche en el sur, cuando besó mi panza. Sus ojos estaban húmedos.
—No vine a pedirte que volvamos. Vine a pedirte permiso para ser parte, aunque sea mínima, de su vida. Déjame conocerla. Aunque me odie. Aunque no entienda nada. Solo eso. Después… después podés echarme para siempre.
—¿Y si ella no quiere?
—Entonces respetaré eso. Pero necesito saber quién es. Y que sepa quién soy.
La voz se me quebró.
—Es fuerte. Es dulce. Tiene tus ojos y tu sonrisa torcida. Le gusta la música, y cada vez que canta, me acuerdo de vos tocando la guitarra en lo de tu abuelo.
Lo vi sonreír, levemente. Como quien se permite respirar después de mucho tiempo.
—¿Y vos? —preguntó, con esa voz ronca que usaba cuando se le escapaban los sentimientos—. ¿Todavía te acordás de mí cuando ella canta?
Me puse de pie. Me acerqué a la ventana. No lo miré.
—Todos los días, Santiago. Pero eso no significa que pueda perdonarte.
No dijo más. Cuando se fue, sentí que dejaba atrás un trozo de su alma en esa sala.
Horas después, llamé a Luz por videollamada. Me sonrió, con esos dientes perfectos que eran una réplica exacta de su padre. Le conté que pronto la iba a visitar. Y, como si intuyera el torbellino en mi interior, me dijo:
—Te extraño, má. Pero no estés triste. Vos sos mi heroína.
Apagué la pantalla. Y lloré. Porque los héroes también se cansan. También tiemblan. También se rompen por dentro sin que nadie lo note.
Pero sobre todo, lloré porque, aunque mi hija no lo supiera, había comenzado la parte más difícil de todas:
Contarle quién era su padre.
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Editado: 23.06.2025