Volver a encontrarte

Capítulo 8 - Ecos del pasado

El viaje al sur fue un respiro que Lola no sabía que necesitaba hasta que vio, desde la ventanilla del colectivo, la silueta de su pueblo recortada contra el atardecer. No había cambiado mucho. Las mismas casas bajas, los árboles altos, las calles de tierra que conocían sus pasos desde que vivía en ese lugar. Pero ella... ella ya no era la misma.

Su madre la recibió en la terminal con un abrazo apretado, de esos que hablan sin necesidad de palabras. En el asiento trasero del auto, Luz la esperaba con los ojos brillantes.

—Má... —susurró, y en ese solo sonido, Lola supo que valía la pena cada guardia, cada noche en vela, cada silencio tragado en el hospital.

La casa olía a pan recién horneado y a nostalgia. Su padre salió a recibirlas. ¡Cuánto los había extrañado! Pero el alma se le encogió al pensar que no podría quedarse mucho tiempo. Cuatro días. Cuatro miserables días para cargar energías, para besar a su hija hasta el cansancio, para intentar olvidar que Santiago Zabaleta había regresado a su vida con la fuerza de un terremoto.

El domingo por la mañana salieron a caminar al parque. Luz correteaba entre los árboles, riéndose como sólo los chicos saben hacerlo. Lola la miraba, sonriendo. No había dolor más dulce que ese: verla feliz y saber que, tarde o temprano, tendría que dejarla otra vez.

Mientras Luz corría detrás de una mariposa, Lola sacó su celular para tomarle una foto. Justo en ese instante, recibió un mensaje inesperado. Era una foto. La reconoció de inmediato: Luz, riendo en una plaza, con flores en el cabello. Y luego, otro mensaje. "La foto es de cuando la conocimos el mes pasado. Es mágica. Gracias por permitirnos ese momento. —Clara y Rolo."

Lola se quedó quieta. Sintió una punzada en el pecho. Los padres de Santiago, que vivían en el norte, la habían encontrado el mes anterior en su visita, durante un breve viaje que hicieron por temas médicos al sur. Clara había reconocido a Luz de inmediato. No hubo reproches, solo emoción. Ese día se habían acercado con la excusa de devolverle a Lola un pañuelo olvidado en un banco. Pero ambos sabían que no era solo eso. Era el pasado buscándola con manos suaves.

Recordó aquel encuentro. Clara con los ojos vidriosos, Rolo temblando al preguntar:

—¿Es ella...? ¿Es Luz?

Y ella, apenas asintiendo, sintiendo que la garganta se le cerraba. Habían charlado unos minutos. Clara le pidió permiso para acercarse a la niña. Lola accedió. Fue breve, tierno, cargado de emociones mudas.

Luz los miró con curiosidad, como si percibiera algo. Se acercó a Clara con esa naturalidad que tienen los chicos para reconocer el afecto auténtico, y se dejó abrazar. Clara la sostuvo fuerte, como si en ese instante pudiera recuperar todos los años perdidos. No dijeron mucho. No hizo falta. Los ojos hablaban por ellos.

Luego, Rolo le entregó un pequeño paquete a Lola. Era una caja con fotos antiguas. Fotos de Santiago de niño, que habían guardado con la esperanza de algún día entregárselas a su nieta. Lola no supo qué decir. Solo pudo asentir con lágrimas en los ojos, sabiendo que ese gesto era una caricia que no esperaba.

Ahora, mientras Luz seguía jugando, Lola pensó en lo inevitable. Clara hablaría con Santiago. Y cuando eso pasara, todo cambiaría. Porque si había algo que una madre no podía ocultar eternamente, era el parecido tan brutal de su nieta con su hijo.

Esa noche, al acostarse, Luz preguntó:

—Má... ¿Vos creés que algún día vamos a vivir juntas otra vez?

Lola tragó saliva. Le acarició el pelo.

—Claro que sí, mi amor. Todo esto es solo por un tiempo.

Luz cerró los ojos con una sonrisa. Y Lola se quedó mirándola largo rato, preguntándose si algún día tendría el valor de contarle toda la verdad.

Durante esos días en el sur, también compartieron risas con los abuelos, juegos de cartas en la cocina, películas en la vieja televisión del living. Hubo tiempo para hornear galletas con Luz, para pasear por la feria de artesanos de la plaza, para sentir por un momento que la vida era más simple de lo que parecía. Pero cada noche, antes de dormir, Lola se sentaba sola en la habitación de su infancia y miraba las sombras en el techo, preguntándose si había hecho bien en volver.

Al volver al norte, el silencio del departamento fue un golpe brutal. Santiago no se había comunicado desde su última charla en el hospital. Pero algo le decía que pronto iba a aparecer. Porque después de ese mensaje, Clara seguramente ya le habría dicho lo que el corazón de madre no podía seguir callando.

A la mañana siguiente, antes incluso de abrir bien los ojos, su celular vibró. Un mensaje. "Tenemos que hablar. No puedo seguir lejos de ella. S."

Lola leyó el mensaje y, por un segundo, se quedó inmóvil. Podía sentir el latido acelerado en sus sienes, como si su corazón entendiera antes que su mente lo que ese mensaje implicaba. Pero prefirió no responder. Como si el silencio pudiera frenar lo inevitable.

Ese día en el hospital, Lola entró por la puerta trasera. No quería verlo. No todavía. Se escabulló entre pasillos, evitó los ascensores donde solía encontrarlo y se mantuvo ocupada más de lo habitual.

En un descanso, Iván la encontró en la sala de descanso, cabizbaja, con la mirada fija en el suelo.

—¿Estás bien? —preguntó con suavidad.

Ella solo negó con la cabeza. Él, sin decir nada más, la abrazó. Fue un gesto protector, sincero. Un abrazo que no pedía nada a cambio.

Y entonces, la voz.

—¿Interrumpo?

Santiago estaba en la puerta, los ojos clavados en ese abrazo. Por un momento pareció que se iría. Pero su ego, sus celos o algo más fuerte lo detuvieron.

—Necesito hablar con vos, Lola. A solas.

Ella se separó de Iván con incomodidad, y éste salió de la sala dejando la promesa en el aire de verse luego. Santiago entró a la sala. El silencio entre ellos era espeso, casi irrespirable.

—¿Qué querés, Santiago?




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