La tensión de aquella conversación quedó flotando en el aire, densa como el vapor de una ducha caliente. Lola pasó el resto del día evitando los pasillos donde sabía que podría cruzarse con Santiago. Se escondía tras las cortinas de las habitaciones, fingía revisar historias clínicas más de la cuenta, y aceptaba cambiar turnos sin chistar con tal de ganar tiempo.
Pero el tiempo no se podía ganar. Se podía perder. Y ella ya había perdido mucho.
Esa noche, al llegar a casa, apenas dejó el bolso en la silla del comedor, su celular vibró con fuerza. Otra vez un mensaje. Esta vez, no era de Santiago. Era una videollamada. Luz. Su refugio. Su salvación.
—¡Má! —exclamó la niña con la alegría desbordante de quien ama sin condiciones—. Hoy hicimos una maqueta de volcanes en clase. El mío explotó con espuma. ¡Fue genial!
Lola sonrió, sintiendo que cada palabra de su hija le tejía una red para no caer. Hablaron de la escuela, de los abuelos, de la feria del fin de semana. Y cuando Luz dijo "te extraño", a Lola se le estrujó el pecho. No había dolor más cruel que ese: ser madre a la distancia.
—Yo también, mi amor. Más de lo que puedo decir.
Después, cuando colgó, quedó sentada frente a la pantalla negra del celular. No lloró. Solo cerró los ojos. Porque el agotamiento emocional era tan profundo que ya ni lágrimas quedaban.
Horas más tarde, el timbre sonó. Tres veces. Con urgencia.
Pensó en no abrir. Pero algo la empujó a hacerlo. Cuando abrió la puerta, Santiago estaba ahí. Ojeroso. Desalineado. Casi vencido.
—Déjame entrar Lola. Necesito hablar con vos. Pero esta vez de verdad.
Ella dudó. El departamento olía a silencio. Lo dejó pasar. Santiago entró, caminando despacio, como si temiera romper algo. Se quedaron unos segundos sin decir nada. Él tomó aire. Se sentó al borde de la silla del comedor.
—Clara me lo dijo —murmuró finalmente—. Lo de Luz. Todo. No con detalles. Pero… ya lo sabía.
El corazón de Lola dio un vuelco. Ella se apoyó contra la pared, como si necesitara sostenerse.
—¿Y?
—Y quiero conocerla —dijo él, con los ojos empañados—. Sé que no tengo derecho. Que lo arruiné todo. Pero no puedo seguir viviendo así, sabiendo que existe, que es mía, que lleva mi sangre... y que no sabe quién soy.
—No es solo tu sangre, Santiago. Es una niña. Con una vida. Con emociones. No es un parche para tu culpa.
—Lo sé. Juro que lo sé. No vengo a pedirte perdón. Vengo a rogarte una oportunidad. Para ella, no para mí.
—¿Y qué querés que haga? ¿Que la siente frente a una pantalla y le diga: “Él, ese que ves ahí, que ignoró mi panza, que se fue cuando más lo necesitábamos, es tu papá”? ¿Así?
—Quiero que me dejes construir algo con ella. Aunque empiece de cero. Aunque no me llame papá. Aunque no me abrace nunca. Pero quiero estar. No como una sombra.
Lola lo miró largo rato. En sus ojos había una guerra. El amor no desaparecía con los años. Pero tampoco lo hacía el dolor.
—No sé si estoy lista. Ni yo. Ni ella.
Santiago se puso de pie. Se acercó. La miró con ternura, pero también con esa pasión vieja que dormía bajo la piel.
—No vine a exigirte nada. Solo a pedirte que pienses en ella. Y… en vos también.
Ella parpadeó. Estaba a punto de decir algo, cuando el timbre volvió a sonar. Esta vez, no con desesperación. Con calma.
Lola frunció el ceño. Fue a abrir.
Era Tomás Bruni.
—Perdón la hora... —dijo él, con una sonrisa tensa y un libro en la mano—. Te lo olvidaste en la sala de descanso. Pero... la verdad es que quería hablar con vos.
Santiago apareció detrás, cruzándose de brazos.
—Qué oportuno —dijo con sarcasmo.
Tomás lo miró de arriba abajo. No como un rival, sino como alguien que también tenía sus propios secretos.
—No vine por vos —respondió tranquilo—. Vine por Lola. Y porque hay cosas del pasado que ella debería saber. Cosas que podrían cambiar su vida.
Lola sintió que el piso se le movía bajo los pies. Otra vez el pasado. Otra vez los secretos.
—¿De qué estás hablando, Tomás?
Él bajó la voz.
—De algo que descubrí hace años... Y que no pude decirte en su momento. Pero ahora... ahora no quiero seguir callando.
El silencio que siguió fue absoluto.
Santiago se quedó inmóvil. Lola, entre ambos, sin aire. Y Tomás, con los ojos fijos en ella, como si lo que estuviera por decir pudiera romper todas las certezas.
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Editado: 23.06.2025