El silencio de la noche era distinto en la ciudad del norte. Tenía un eco más denso, como si las palabras no dichas se colgaran de los postes de luz y los balcones apagados.
Lola no había dormido bien. Después de la visita de Tomás, el insomnio fue una marea que la revolcó sin piedad. Se preparó un café bien fuerte antes de salir al hospital. El camino le pareció más largo de lo habitual, quizás porque dentro de ella, algo ya había cambiado.
Tomás Bruni no había dicho nada más esa noche. Le prometió hablar con calma al día siguiente, pero sus palabras quedaron flotando como un trueno sin relámpago: “Hay cosas que podrían cambiar tu vida.”
—Buenos días —dijo Iván cuando la vio entrar por la puerta de atrás, intentando pasar desapercibida.
Lola intentó sonreír, pero fue una mueca tenue.
—No dormiste, ¿verdad?
—Lo justo para no morir —respondió, y se colgó la bata.
Iván caminó a su lado hasta la sala de descanso.
—¿Querés que hablemos después del pase? —ofreció, con una dulzura que dolía de tan sincera.
Ella asintió en silencio. Desde que se conocieron, Iván había sido eso: contención. Jamás invadía, jamás presionaba. Sabía que Lola estaba rota, pero la trataba como si pudiera volver a armarse.
Santiago llegó un rato más tarde. Tenía cara de no haber dormido tampoco. Cruzó miradas con Iván en el pasillo, y aunque no dijeron una palabra, el cruce fue punzante. Reconocerse en los celos también era un acto de cobardía.
—¿Tenés un minuto? —preguntó Santiago, alcanzando a Lola cuando ella salía de la sala de medicación.
Ella dudó. Pero asintió. Bajaron juntos por la escalera de emergencia. Había menos ruido allí.
—¿Qué fue lo que te dijo Tomás anoche? —inquirió, directo.
—Dijo que tenía algo para contarme. Algo del pasado. No sé más que vos.
—No me gusta —gruñó Santiago—. Ese tipo siempre fue un oportunista.
—¿Y vos qué fuiste? —disparó ella sin pensar. Se hizo un silencio denso.
Santiago se pasó una mano por el pelo.
—Tenés razón. No vine a discutir. Vine porque anoche, después de irme… no paré de pensar en todo. En Luz. En vos. No quiero alejarme más.
—Entonces no lo hagas —susurró ella, antes de salir caminando rumbo al pasillo. Santiago se quedó quieto, mirándola irse, con el pecho apretado de tanto deseo reprimido.
Esa noche, Tomás la citó en un café frente al hospital, uno de esos con cortinas pesadas y luz tenue.
—Gracias por venir —dijo él, acomodando un sobre en la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó Lola, desconfiada.
—Una carta. Tu carta. La que escribiste para Santiago hace doce años.
El mundo se detuvo un segundo.
—¿Qué?
—Trabajaba en administración en ese entonces. La carta llegó por error a mi casillero. Iba dirigida a Santiago Zabaleta, pero su padre, Don Zabaleta, tenía mucha influencia en el directorio. Él la interceptó. Me pidió que no dijera nada. Me dijo que era lo mejor. Que su hijo merecía otra vida.
Lola tragó saliva. Las manos le temblaban.
—¿Y por qué me lo decís ahora?
—Porque te lo debía. Porque no quiero que sigas creyendo que Santiago te abandonó del todo por decisión propia. Le escribiste. Fuiste valiente. Y él nunca lo supo. Nunca la leyó.
Ella abrió el sobre. Reconoció su letra. Tembló. Era su voz de entonces. Joven, temerosa, ilusionada.
Salió del café sin decir mucho más. Necesitaba aire. Y correr. Y gritar. Porque todo volvía a empezar.
Esa misma noche, Luz llamó. Estaba emocionada. Había ganado un concurso de ciencias en la escuela.
—¡Mamá! ¡Saqué el primer lugar con mi volcán de bicarbonato! Y la seño me dijo que soy muy creativa. ¿Eso viene de vos o de papá?
Lola tragó saliva.
—De los dos, mi amor. Vos sos lo mejor de nosotros.
Luz sonrió. Esa sonrisa que encendía el mundo. Que hacía que todo valiera la pena.
Y entonces, al cortar, Lola se quedó en silencio un momento, con el celular aún en la mano. Nunca antes su hija había pronunciado la palabra "papá" sin referirse a su abuelo. Siempre había esquivado la pregunta, y Lola, en el fondo, agradecía ese silencio. Esta vez no hubo pregunta, pero sí una mención, una curiosidad genética que le perforó el alma. Porque por primera vez, Luz evocaba —sin saberlo— al hombre que le dio la vida.
—¿Cuándo venís?
—Pronto. Muy pronto.
Santiago no soportó más. Esa misma noche se presentó en la guardia. Lo atendió Iván.
—¿Está Lola? —preguntó, seco.
Iván lo miró. Asintió con una sonrisa que no tenía pizca de falsedad.
—Está en pediatría. ¿Querés que la llame?
—No. Voy yo.
Y mientras caminaba hacia ella, mientras su corazón latía como si algo enorme estuviera por romperse, Santiago supo que esta vez no había marcha atrás.
Porque el pasado había hablado. Y ahora… era el presente el que exigía respuestas.
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Editado: 23.06.2025