El hospital parecía más calmo esa tarde, como si el aire cargado de tensiones del día anterior se hubiera disipado en parte. Pero en el interior de Santiago, la tormenta apenas comenzaba.
Después del encuentro con Lola, sus pensamientos eran un torbellino que no encontraba descanso. Se sentía acorralado por el tiempo perdido y por la presencia constante de Iván, ese médico amable que se movía cerca de Lola con una naturalidad que lo desquiciaba.
Decidió no volver a su departamento. Desde que se había ido de la casa de Valeria, no lograba encontrar un lugar donde sentirse en paz. Merodear por los pasillos del hospital le daba una excusa para no pensar demasiado. Fue entonces cuando recibió un mensaje de su madre: "Tu padre quiere hablar con vos. Dice que ya es hora."
Santiago resopló. Sabía que ese momento iba a llegar. Y aunque lo evitó durante años, ahora no tenía salida.
Esa noche, volvió a la vieja casa familiar. Su padre, don Zabaleta, lo esperaba en la galería, con un vaso de vino en la mano y la mirada dura.
—¿Pensás que lo hiciste bien? —preguntó sin rodeos.
—¿De qué estás hablando?
—De Lola. De tu hija. De esconderte detrás del orgullo mientras una criatura crecía sin su padre.
—¿Vos qué sabés? Nunca lo entendiste. Siempre fuiste un juez.
—¿Y vos un cobarde, entonces? —replicó el padre—. Cuando llegó la carta de Lola, la abrí. La leí. Y decidí que era mejor que no la leyeras. Tenías que hacer tu vida, no atarte por un error.
Santiago se quedó inmóvil. El silencio fue como un trueno.
—¿Fuiste vos? —susurró.
—Sí. Me arrepiento cada día. Pero no me mires así. No es solo tu vida la que arruinaste. Fue la de todos.
Santiago sintió que algo se rompía por dentro. No respondió. Se marchó sin mirar atrás. El dolor era demasiado.
De regreso al hospital, pasó por la sala donde Franco, su hermano, seguía internado. Pero esta vez, la cama estaba vacía. Un enfermero le informó que lo habían trasladado a sala común. La mejora era leve, pero real.
Fue a verlo. Franco lo recibió con una sonrisa desganada.
—¿Viste que no me moría? —bromeó con voz ronca.
—Una lástima —contestó Santiago con una media sonrisa.
—Vi a Lola. Es buena con todos. Pero con vos… se vuelve distante. ¿Qué hiciste, hermano?
Santiago bajó la mirada. Arrastraba más deudas del alma que las que podía pagar.
Esa misma noche, Lola salió del hospital un poco más tarde. Estaba agotada. Mientras caminaba hacia la parada del colectivo, Iván la alcanzó.
—Ey, ¿querés que te acerque?
—Estoy bien, gracias —respondió con una sonrisa tenue.
—Al menos dejame acompañarte hasta la parada —insistió.
Lola aceptó. Caminaron en silencio por la vereda mal iluminada.
—¿Sabés? No quiero meterme donde no debo —dijo Iván, con una sinceridad que le encogió el pecho—. Pero si alguna vez necesitás algo más que consuelo… estoy acá. Y no solo como amigo.
Ella lo miró. La ternura en sus ojos era honesta. Le tomó la mano apenas un segundo. No dijo nada. Pero ese gesto bastó para encender la chispa de la posibilidad.
Desde lejos, Santiago los observaba desde su coche. La mano de ella en la de Iván. El roce. La cercanía.
Sintió que el mundo volvía a escapársele de las manos.
Al llegar a casa, Lola se duchó, preparó un té y se sentó en la cama. El celular vibró.
Era un video de Luz. Su hija bailando en la cocina con sus abuelos. La risa estallando como un faro de vida.
—¡Mamá! ¡Mirá cómo bailo! —decía la nena.
Lola sonrió. Lloró también.
Y justo entonces, su teléfono volvió a vibrar. Otro mensaje. Era de Santiago.
“¿Podés verme mañana? Necesito explicarte algo. De verdad.”
Ella leyó. Dudó. Pero no respondió. Como si el silencio fuera su única forma de protegerse.
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Editado: 23.06.2025