Vuelo de amor

Capítulo 1: En el avión

Aeropuerto de Nueva York
Claire Hamilton

Corro a toda velocidad por el pasillo, disculpándome con las personas a las que debo empujar mientras avanzo. Se supone que correr por el aeropuerto está prohibido; sin embargo, es eso o perder mi vuelo y no dejaré que eso pase. De hecho, es mi culpa estar en esta situación. Si no me hubiera quedado dormida en la cama cutre del hotel, habría llegado a tiempo, pero no pueden culparme por estar cansada luego de haber tomado un vuelo desde Copenhague hasta Nueva York. Ahora tengo que tomar otro vuelo hasta Boston, si es que llego a tiempo.

Por suerte, fui lo suficientemente precavida como para hacer check-in antes. ¡Bien por mí!

Me detengo unos segundos para ver la pantalla y ubicarme. Luego, retomo mi carrera hacia la puerta de embarque y me pongo en la fila. El guardia me mira de forma extraña cuando es mi turno. Supongo que no todos los días ve a una mujer con el cabello desordenado y transpirando como si fuera verano y no otoño.

—Buen viaje —me desea cuando paso el control de seguridad.

—Muchas gracias —respondo con voz jadeante.

Respiro hondo, sintiendo cómo mis pulmones arden por la carrera. Reviso mi tiquete por décima vez, más por nervios que por necesidad. El vuelo a Boston es el último tramo de un viaje demasiado largo, pero el que más he esperado. Boston huele a casa, a familia… a todo lo que dejé cuando decidí estudiar en Dinamarca.

Una azafata me sonríe con amabilidad cuando me acerco al área de embarque y paso el boleto.

—Bienvenida a bordo, señorita Hamilton. Primera clase, asiento 3A.

Primera clase. Cortesía de mi padre, por supuesto. No puedo evitar sonreír con cierta tristeza. «Te mereces comodidad después de tanto estudiar lejos», dijo él. Y yo acepté, aunque el gesto me pesa un poco. Siempre me pesa cuando hace algo por mí, porque me recuerda todo lo que no hice por él.

Camino por el pasillo del avión y me siento al lado de la ventana. Me encanta la sensación de mirar las nubes desde arriba, como si el mundo allá abajo se redujera a una maqueta en miniatura.

Acomodo mi mochila en el suelo debajo del asiento, me quito la chaqueta y suspiro. Mis piernas todavía tiemblan por la carrera. Cierro los ojos un segundo, pero mi mente no me deja descansar.

Mi padre se alegró tanto cuando le dije que volvía. Yo sonreí, claro, pero no le dije que una parte de mí siente que nunca me fui del todo. Que me alejé porque necesitaba espacio, aire, y porque trabajar en su empresa me estaba apagando.

Lo intenté. Intenté ser la hija perfecta, la heredera ejemplar, la que llevaría el apellido Hamilton con orgullo. Pero cada día entre cifras, oficinas y reuniones fue un recordatorio de que no pertenecía a ese mundo. Y aunque él lo entendió, aunque me dijo que me dedicara a enseñar si eso me hacía feliz, aún siento que lo decepcioné.

A veces pienso que se arrepiente de no haber tenido otro hijo.

Un carraspeo me saca de mis pensamientos. Abro los ojos y alzo la vista. En el pasillo, hay un hombre de pie, alto… demasiado alto.

Su presencia llena el espacio como si el aire se comprimiera alrededor. Tiene el cabello oscuro, un poco despeinado, y una mandíbula que parece esculpida por el mismo arquitecto que diseñó los dioses griegos. Lleva un abrigo gris, un reloj en la muñeca y una mirada que podría cortar el ruido del avión si así lo deseara.

Por un segundo, me quedo viéndolo sin decir nada. Luego, sus ojos —grises, fríos, intensos— se clavan en los míos.

—Disculpe —dice con voz grave y pausada—, este es mi asiento.

Señala el 3B, justo al lado del mío. ¡Oh! Claro. Mi compañero de viaje. Trago saliva y asiento torpemente, sintiendo que mis mejillas se enrojecen.

—Ah, sí. Claro. Bienvenido.

Él asiente una sola vez, como si esa palabra fuera suficiente para todo. Coloca su equipaje en el compartimento superior con una facilidad que delata fuerza, y se sienta. Su perfume me llega de inmediato: madera, menta y algo más, pero que huele peligrosamente bien.

Intento parecer relajada, pero no puedo dejar de observarlo de reojo. Tiene el ceño un poco fruncido, los labios apretados y la mirada fija en el respaldo del asiento de enfrente. No parece alguien muy dado a las charlas.

Pero yo… bueno, yo no sé callar cuando estoy nerviosa. Así que lo intento.

—¿Quiere la ventana? —pregunto, girándome apenas hacia él.

Él niega sin siquiera voltear a mirarme. —No, gracias.

Su tono es cortés, pero distante. Asiento y miro hacia la ventanilla, jugando con el cinturón de seguridad. Silencio. Solo el murmullo de los pasajeros acomodándose y el sonido mecánico del aire acondicionado.

De alguna forma, siento que su presencia me pone más inquieta que la idea de despegar.

—Claire Hamilton —murmuro, extendiendo la mano en un intento torpe de romper el hielo.

Él me mira, finalmente. Sus ojos son aún más fríos de cerca, pero algo en ellos —una sombra, una historia, una herida— me atrapa. Toma mi mano. Su apretón es firme, casi intimidante.




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