Era extraño. Estaba con mamá en el techo, disfrutando de sus caricias. Sus ojos parecían distraídos: miraba al fondo del lugar... y también me miraba, de un lado a otro. Pero, en un instante, unas manos se acercaron a mí. Me acariciaron por un tiempo que no sabría decir, porque yo solo estaba mirando a mi mamá.
Esas manos me sostuvieron entero: yo cabía por completo en ellas. Mamá me dio un beso profundo: en la nariz, en la frente, en mis patas y en mi pancita. Tenía una expresión que, hasta el día de hoy, aún no logro descifrar.
Fue un beso que siempre recordaré, porque luego me alejaron con cuidado de ella. La distancia me hizo ver unas luces que se acercaban a mí. Bajé del techo. Miraba la luz del mundo: el sol sobre mi cuerpo pequeño... Era yo conociendo el mundo por primera vez.
Yo, un gato de tamaño pequeño y con apenas dos semanas de nacido, estaba dentro de la chaqueta del hombre que conducía una moto. Un gato bebé conociendo el mundo a velocidad. Ese fue mi primer viaje: un transporte que me llevó del techo, junto a mamá, hacia otro lugar. También descubrí que existen otras telas que te pueden dar abrigo, aunque ninguna como el pelaje blanco de mi mamá.
Sin saber cuánto tiempo había pasado, el hombre se detuvo e hizo sonar un pitido tres veces. Yo no entendía dónde estaba. Eran muchas cosas juntas. Con mis ojos gatunos entrecerrados miré al frente: había una puerta grande, blanca, que se abría. Una mujer de cabello ondulado se asomó. Me vio al instante... y sonrió.
Entramos con el hombre. Él me sacó de su chaqueta y me puso en las manos de la mujer.
—¡Tienes los ojos azules! ¡Qué lindo, pequeño! —dijo sonriendo.
La verdad, no sé qué es "azul". Yo, un recién nacido por el mundo, con una mujer alegre enfrente... ¿Qué era esto?
Me acariciaron mucho. Me dieron comida que parecía pepitas reunidas en una gran cantidad. ¡Me las comí todas! Quedé empachado. Lleno. Muy lleno. Y feliz.
No lo sabía entonces, pero quería contarle todo esto a mamá... aunque no la volví a ver desde aquel día.