Es vergonzoso narrarlo, pero... los gatos también vamos al baño. ¿Cómo iba a aprender sin mamá cerca? Eso me ponía de los nervios. ¡Demasiado! Afortunadamente, tuve quien me enseñara: la mujer de cabello ondulado. Ella siempre estaba al pendiente de mí. De forma extraña, entendía cuándo quería ir al baño, incluso me llevaba a cualquier hora que lo necesitara.
Me llevaba hasta un tarro lleno de arena. Se agachaba con cuidado para ponerme dentro, y yo la miraba, confundido. No sabía qué debía hacer allí. ¿Quería que viera el color de mis patas? Eran blancas. Quizás el color café de la arena las hacía ver mejor.
Ella me miraba, y yo a ella. ¿Qué hacemos aquí?
Así estuvimos muchas veces. Mirándonos constantemente. Ella agachada, yo sentado en la arena, sin saber qué hacer. Con mucha paciencia, repeticiones y miradas compartidas, la mujer de cabello ondulado empezó a ponerme sobre la arena cada vez que me veía con "cara de ir al baño". Fue así como comencé a entender que en ese espacio color café debía hacer mis depósitos naturales... sin sentir vergüenza.
La vergüenza la tuve por mucho tiempo. Más de una semana, creo. Sobre todo cuando veía a los humanos descansando en sus camas, cubiertos con telas suaves. Aunque no eran de la misma calidez que el pelaje de mi mamá.
Entonces, en medio del silencio, yo me expresaba:
—Miau...
Nada.
—Miau...
Y así, dos veces más. Hasta que la mujer de cabello ondulado encendía una lámpara que estaba a su costado, sobre una mesa. Frotaba sus ojos entre dormida y venía hacia mí, para llevarme al arenero.
¿Por qué me llevaba en las noches? Porque yo dormía con los humanos. Y yo, un gato de tamaño pequeño, estaba subido en una cama inmensa, muy lejos del suelo. Bajar desde allí era una misión complicada. Por eso la mujer de cabello ondulado —o a veces los otros humanos— siempre me ayudaban.
Ser un gato bebé significaba que ellos dedicaban mucho tiempo a mi bienestar.
Fue tanto así, que la mujer de cabello ondulado puso alarmas constantes a horas de la madrugada. ¿Para qué? Para darme la poción de la felicidad. Esa que nutría mi cuerpo y hacía aletear mis orejas.
La tomaba en un tetero, cinco veces al día. Demasiado... ¡pero deliciosa!