Aunque la veterinaria decía que había pocas esperanzas para mí —por haber sido adoptado con apenas dos semanas de vida, sin la alimentación biológica de mi madre—, el destino me tenía preparado algo distinto.
Afortunadamente, las cosas fueron mejores.
Con el alimento especial que compraban solo para mí, con los cuidados constantes y con todo el amor humano que me rodeaba, mi cuerpo gatuno creció.
Mes a mes, mis patas se alargaban, mis orejas se afinaban, y mis pecas se hacían más visibles. Fui creciendo tanto... que un día, al mirarme junto a Fity, noté que ya éramos del mismo tamaño.
Grande. Lindo. Querido.
Sin embargo, hubo algo que me entristeció...
Tuve que dejar de comer mi alimento favorito.
Aquel que me acompañó desde que tenía memoria. Ese que decía en su etiqueta: "para gatos pequeños". Ya no podía consumirlo por recomendación de la veterinaria.
Y aunque ahora tengo otros sabores que me gustan, ninguno me hace aletear las orejas de la misma manera. Solo de recordarlo, mi cuerpo hace un pequeño brinco de nostalgia y alegría.
Ese alimento será, por siempre, mi recuerdo más delicioso de la infancia.