La vida de un gato es una aventura constante, ya sea que vivas dentro de casa o entre los techos del vecindario. En cualquier caso, las aventuras nunca faltan.
Cómo olvidar aquella tarde —de un mes que no recuerdo— cuando en casa estaban haciendo unos arreglos de construcción.
Había materiales dispersos por toda la sala, y como buen gato curioso que soy, me acerqué con sigilo, mientras los humanos estaban ocupados en sus cosas.
Fui por la travesía felina. Me acerqué a oler y descubrir qué eran esos objetos esparcidos por el suelo.
Rectángulos naranjas apilados unos sobre otros, reglas, lápices, hojas sueltas, y varias bolsas blancas abiertas.
— ¿Harina? —pensé—. ¿Prepararán pizza acaso?
En busca de respuestas, hice lo que cualquier gato haría: primero olí, buscando en mi memoria aromas familiares. Como no encontré nada, me metí en una de las bolsas abiertas. Estuve allí unos instantes, escarbando con mis patas, y luego seguí hacia los rectángulos naranjas. Me subí con delicadeza, saltando de uno a otro, como si fueran escalones secretos de un templo perdido.
Después de haber inspeccionado todo con tranquilidad, corrí hacia la habitación de los humanos. Allí estaba la chica recostada en la cama, abrigada con una manta, hojeando un libro con atención.
Salté sobre la cama y ella me miró sorprendida. Yo, como si nada, me acomodé a su lado y me recosté, acompañándola en su lectura.
Pero algo en mí llamó demasiado su atención.
Rio con fuerza y llamó a mamá desde el cuarto de al lado.
— ¡Véalo! —dijo entre risas.
Mamá vino enseguida. Me miró y soltó una carcajada.
— ¡Winny! ¡Loco! ¿Dónde estabas? —preguntó divertida.
Buscaron un espejo, lo acercaron a mí... y entonces me vi:
Estaba cubierto del polvo blanco de las bolsas, con tonos naranjas en mi pelaje. Parecía un gato de otro planeta.
Pero sinceramente, eso no me preocupaba en lo absoluto.
— ¡Se llenó del cemento de la sala! —dijeron entre risas, pasando sus manos por mi "nuevo color".
Enseguida, mamá y la chica lectora alistaron cosas. Sin previo aviso, ya estaba en el baño. Me pusieron jabón para gato con un olor dulce, y entre espuma y mimos, fui quedando limpio otra vez.
Así fue como, por andar explorando esas misteriosas bolsas en secreto, terminé tomando un baño obligatorio.
Eso sí, olía delicioso.