Ser un gato distante de Fity me hacía sentir solo.
Mamá se daba cuenta. Notaba que jugábamos poco, que a pesar del tiempo, el crecer no significó que nos hiciéramos amigos.
Por eso, en mi mirada se notaba la soledad...
Ah, y por cierto: al crecer, el color de mis ojos cambió.
Eran azules al inicio, pero con el tiempo se volvieron de un verde brillante, como el sol de la mañana.
Un día, mamá comenzó a buscar en fundaciones cercanas una gatita que necesitara un hogar, con la esperanza de que yo pudiera tener una nueva compañera, alguien con quien compartir.
Recuerdo aquella noche en que llegaron con ella: Una gata atigrada, de ojos verde oscuro.
Era tímida, delgada y con unos pocos meses de vida.
Se notaba asustada, pero había en ella algo suave y dulce.
Y así, la familia creció. Ahora éramos tres gatos: Fity, Mily y yo.
Como puedes ver, todos con nombres que terminan en "y".
Mily era distinta.
La única de contextura delgada entre nosotros, y con una ternura que pronto me conquistó.
Se convirtió en mi hermana favorita.
Pasábamos las tardes juntos en la ventana, tomando el sol.
Dormíamos juntos, nos bañábamos con la lengua durante las siestas, y jugábamos a correr detrás de balones pequeños como si fueran grandes presas.
Éramos la dupla de la casa.
Mientras Fity, por decisión propia, se mantenía en soledad.
Mily, mi hermana favorita.
Tímida y dulce como una flor nueva.
Que Mily haya llegado a mi vida... amplió mi felicidad.
Le dio más calor a la casa. Más juego.
Más compañía.
Porque a veces, lo que uno necesita para sentirse completo,
es otro corazón pequeño latiendo cerca del suyo.