Entre mis recuerdos más felices con Mily,
hay uno que guardo con especial cariño...
Fue aquella vez en que mamá pasó dos semanas enteras dedicadas a un nuevo proyecto: Movía maderas, tornillos, decoraciones, tomaba medidas, usaba reglas.
Desde mi rincón la observaba concentrada, mientras Mily y yo intentábamos adivinar qué estaba construyendo.
Hasta que, por fin, estuvo listo:
¡un árbol de juego para nosotros!
Lo puso cerca de la puerta de la cocina, en un rincón donde el sol de la mañana tocaba con suavidad.
Desde ese día, Mily y yo jugábamos allí sin descanso.
Saltábamos juntos, perseguíamos al otro,
y competíamos para ver quién llegaba primero a la parte más alta del árbol...
porque allí, el ganador podía dormir con vista panorámica de la casa.
Jugábamos incluso en las noches.
Despertábamos a todos con nuestros maullidos de juego y carreras descontroladas por los pisos.
Pero nadie se enojaba.
O al menos, no por mucho tiempo.
Mily, mi compañera de juego en el árbol.
Mily, la gata tímida y cariñosa.
Mi mejor amiga.
Cuánto te quiero.