Sentí la ausencia de Mily en lo profundo de mi corazón.
Tan profundo... que yo tampoco quería correr.
No buscaba mi plato de comida.
No me interesaba jugar, ni siquiera mirar a Fity,
porque ella vive en un mundo distinto al mío.
Uno sin Mily.
Mamá comenzó a preocuparse.
Me miraba con ojos tristes,
me hablaba con ternura
y acariciaba mi pelaje con manos temblorosas.
Un día, me llevó al veterinario.
Cortaron un poco de mi pelaje en la patita, para buscar mis venas delgadas.
La doctora, con voz amable,
hizo todo con cuidado.
Sacó unas gotas de mi sangre
y las puso sobre una pequeña tablita que se pintó de colores.
Miró los resultados.
Miró a mamá.
—Winy también tiene leucemia felina —dijo, sin levantar mucho la voz.
Silencio.
El mundo se quedó quieto.
Yo también.
—Parece que Mily pudo habérsela contagiado sin intención... —añadió la doctora.
Silencio de nuevo.
Miré a mamá.
Tenía los ojos grandes, llenos de algo que no entendía.
Duda. Miedo. Dolor.
Y otra vez, silencio.
Las lágrimas comenzaron a caer.
Lágrimas suaves, calladas,
como los dientes de león que vuelan de improviso con el viento.
Así llegaron las lágrimas.
¿Y cuándo acabarían?
Me acerqué a mamá como pude.
Le maullé con todo el amor que tenía.
—Mamá, no llores. Estoy bien. Estoy contigo. ¡Estoy aquí! —quise decirle con mi voz bajita.
Ella me abrazó fuerte,
como si pudiera atraparme entre sus brazos
para que el mundo no me tocara.
Sus lágrimas cayeron sobre mi pelaje blanco.
Y todo quedó... en silencio.