Tras mi diagnóstico, surgieron más lágrimas en la familia.
Recuerdo una tarde en que estábamos a solas con la chica lectora.
Me abrazó tan fuerte...
sentí cómo mi pelaje blanco se humedecía:
eran sus lágrimas, cálidas, calladas, sinceras.
Aunque una parte de mi cuerpo comenzaba a doler con el tiempo,
la veterinaria dijo que todo dependería del cuidado que me brindaran.
Y mamá... mamá siempre hizo un buen trabajo en eso.
Me cuidó desde el primer día,
y lo siguió haciendo después de aquella noticia que cambió todo.
Fue entonces cuando entendí que, como gatos, también sentimos tristezas.
Sentimos las ausencias,
como la ausencia de Mily en mi vida.
Y también entendí que nuestras noticias,
las que afectan nuestros cuerpos,
pueden entristecer a quienes nos aman.
Yo seguí viviendo con una parte de felicidad.
Porque aunque me faltaba Mily,
aún me quedaba el amor de los que seguían aquí.
Con las noticias una tras otra,
mi corazón buscaba motivos para seguir siendo feliz,
como lo había sido siempre
en la vida que compartí con mi familia.
El hecho de que me aceptaran con mi condición
me hizo sentir afortunado.
Agradecido.
Ellos no me rechazaron,
no me miraron con miedo.
Al contrario:
me amaron aún más fuerte.
Con más ternura.
Con más siestas compartidas,
más caricias lentas,
más palabras dulces al oído.
Y creo que fue su amor
lo que no me dejaba sentir el dolor tan fuerte.
Porque el amor, cuando es verdadero,
cuando es cuidado diario,
cuando es abrazo,
es capaz de llenar los espacios vacíos
y suavizar los dolores más profundos.
Sí...
el amor lo llena todo,
si estamos con las personas correctas.