Winny, el gato feliz

『Capítulo 18』

Ser gato también es tener miedo. A veces creen que solo los humanos sienten eso, pero no es así. En mi caso, me da miedo salir de casa. Prefiero estar durmiendo en el iglú, acompañando a mamá en sus labores o tomando el sol en la ventana.

Una de mis experiencias más tenebrosas ocurrió una mañana, cuando mamá me dio de comer muy temprano. Estaba muy cariñosa, más de lo habitual. Entonces, acercó un morral rojo grande, en el que me puso con ayuda de la chica.

Ese día también pusieron a Fity en un morral azul. Mamá y la chica nos cargaban: mamá me llevaba a mí, y la chica a Fity.

Me desesperé mucho, no lo niego. No sabía a dónde íbamos y me preocupé. ¡Demasiado preocupado! Tanto, que comencé a gritar dentro del morral. A medida que ellas caminaban, yo gritaba sin parar.

—Winny, tranquilo, que solo vamos a la vacuna —dijo mamá.

Me desesperé aún más y seguí gritando todo el camino, lleno de preocupación.

El trayecto a la veterinaria pareció eterno. Fity no estaba intranquila como yo. Cuando nos atendieron, la atención fue rápida.

—Winny está bien cuidado, bastante gordito también —dijo la doctora al pesarme antes de la vacuna.

—Sí, él come mucho en casa, pero es muy amoroso —explicó mamá, algo sonrojada.

Luego, la veterinaria se acercó a mí con una inyección. En ese instante no lloré, porque las agujas no me dan miedo. Mi verdadero miedo era el viaje de regreso: ¡una travesía de nervios!

Esperé con ansias que vacunaran a Fity para que todos volviéramos a casa. Al ver mis nervios, mamá decidió que regresaríamos en taxi. Tan pronto salimos de la veterinaria, la chica paró uno y volvimos más cómodos.

Confieso que, en el taxi, también maullé por los nervios del regreso. Lo bueno fue que el viaje duró la mitad del tiempo.

Al llegar a casa, mamá nos dio comida húmeda y, luego, se puso a hacer unos pasteles en la cocina.

Esa tarde entendí algo importante:
no me gustan las calles,
ni los ruidos extraños,
ni los morrales rojos.

Esa tarde la acompañé sentado en una silla, viéndola cocinar. Ese día comprendí que me dan miedo las calles, y que prefiero estar en casa, viendo a mamá hacer sus labores.




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