La compañía de mi familia siempre fue un recuerdo vivo de cuán feliz podemos ser. Quizás a este punto te das cuenta que no te he dicho fechas exactas, pero en mi mente no hay fechas, hay recuerdos, porque cuando somos felices... no importa el tiempo.
Mi vida son los recuerdos que guardo en cada línea que forma mi cola anaranjada con blanco, no los números del calendario o el movimiento del reloj sobre las paredes.
Entre mis recuerdos está aquella tarde, cuando las nubes ondeaban en el cielo y yo sentía que era un diente de león que buscaba sostenerse ante el fuerte viento.
Era la mesa del comedor. Estaba vacía de platos, porque ahora estaba yo en el centro. Mamá estaba a mi lado, la chica lectora ponía una de sus manos en la rodilla de mamá, el chico del café no estaba tomando nada ahora, Katy estaba a mi lado mirándome y Fity sobre la silla con su silencio.
—Gracias porque he podido dormir en tu habitación a pesar de tus miedos —le dije a Fity.
—Es un gusto, somos familia y mi cama también es tuya —respondió en un susurro.
Miré hacia Katy, le guiñé los ojos.
—Te quiero, hermana de siestas y comidas de atún —le comenté.
—Te quiero, mi hermano de abrazos cálidos —tras un beso en mi frente.