Xénrroda: Mitos y leyendas

II

Hubo un momento en que dos entes conversaron entre sí, uno era una flama delgada, tenue y altísima, mientras que el otro era de luz más potente y azulada, e igual de alto y firme. Vrélcore se llamaba la primera, Yicaáne la segunda; ambas flamas, mientras contemplaban a lo lejos a sus hermanos y la beatitud de Shanrrael, se dijeron a sí mismos:

–Shanrrael es realmente inmenso y bello –empezó Vrélcore–, pero mira lo que ocurre, que todos se han creído dueños de estas estancias, las cuales comparten entre sí ¡Yo no quiero que las cosas continúen de tal forma! Desearía poder tener un pedazo de las estrellas para mí, para gobernar a mi antojo propio.

–Yo también quisiera algo similar –respondió Yicaáne– ¡Mira a todos! Se divierten, gozan y regocijan de manera absurda, no hay día que no vea a alguno de nuestros hermanos sin sentir gracia al verlos, porque todos me resultan tan ridículos, inspirándome en el interior chistes por su aspecto y su conducta ¡Porque yo soy Yicaáne, más cuerdo que cualquiera de ellos, superior y más bello! ¡Fui el primero en arribar al Jardín Magnífico, y mi fulgor ha sido desde antes mejor que el de cualquiera! Salvo quizá el bello resplandor de Vrélcore.

–Me halagas con tus palabras, sobremanera al ser tan certeras como la fealdad de nuestros hermanos. Ninguno de entre ellos luce una flama tan fina y adorable como las nuestras, y aunque soy menor que tú, sigo siendo más antigua que el resto, porque entré en el Jardín después de ti, precisamente por seguir tu belleza. 

–Por ende ¡Ea –prosiguió Yicaáne–! ¿Hemos de seguir soportando este infierno? Reclamemos nuestro domino sobre algún lugar de la gran Shanrrael ¡Seamos los líderes supremos! Cualquiera que desee entrar en nuestros dominios deberá sojuzgarse a nuestra voluntad, esa será la ley, que habrá de ser respetada por quien quiera que entre en nuestra casa. 

–Y al ser ellos inferiores en su aspecto, edad y demás cualidades, no deberían tener derecho alguno a estar en nuestra misma posición ¡Que sean súbditos y servidores, y que vivan enjaulados, para que no contaminen la hermosura de nuestro hogar con su fealdad y sus absurdos modos!

Los dos recorrieron Shanrrael de un extremo a otro durante eones, pero no encontraron ningún lugar propicio para sus vacíos deseos, porque por todos lados se habían dispersado sus hermanos, que habitaban en paz y tranquilidad, con equidad y alegría. Por tanto, Vrélcore dijo a Yicaáne:

–Si no podemos encontrar un lugar deshabitado ¡Hemos de tomar uno por la fuerza! Somos muy hermosos y perfectos, no nos deberían importar los sentimientos de los entes inferiores. Y quien no desee abandonar el lugar que reclamaremos, que sea enjaulado y nos sirva de bufón, en vista de que si alguna utilidad pueden tener, es la de hacernos reír y divertir; ya que es por eso que nosotros dos fuimos los primogénitos aquí mientras que los otros llegaron tarde, para que nos podamos reír y disfrutar de menospreciarlos, en tanto ellos nos envidiarán y desearán lucir como nosotros, sin conseguirlo jamás.

Vrélcore se acercó a un cúmulo de remolinos incandescentes, el cual le pareció sumamente bello; allí se encontraban muchas llamas que jugueteaban y cantaban. Vrélcore se infló hasta alcanzar unas dimensiones aterradoras, y sus hermanos la observaron confundidos y con miedo. Entonces exhaló poderosos relámpagos contra sus hermanos; la mayoría dejó de moverse, como si se hubiesen congelado, entonces se desvanecieron, los primeros seres que murieron en Shanrrael, a causa de la envidia y la vanidad de uno de ellos. Y Yicaáne bramó:

–¡Más les vale huir o rendirse ante nosotros! Puesto que somos Yicaáne y Vrélcore, los primeros de una nueva raza de luces, más preciosas y capaces que ustedes. Este maravilloso racimo de estrellas será nuestro país, y todo aquel cuya voluntad sea permanecer acá deberá de respetar a partir de este momento nuestras leyes, por tanto han de convertirse en vasallos nuestros y del linaje que fundaremos.

En verdad hubo muchos que huyeron despavoridos y muy desconcertados, puesto que no habían conocido antes la vanidad o el deseo de dominio, que mucho menos podían entender, mas comprendieron sin premura el poder destructivo de tales sentimientos. Pero a los que prevalecieron se les encendió otro tipo de emoción, también nueva pero muy diferente a la vanidad y la envidia. Uno de ellos, una llama pequeña aunque inquieta como una hoguera, de brillantísima luz morada, se plató delante de los dos retadores, y les dijo con un bramido más poderoso que el de Yicaáne:

–¡Este hermoso arbusto de destellos no lo tomaran para ustedes! Vivimos aquí desde hace mucho, hemos habitado de manera serena sin meternos con nadie –de inmediato muchas otras flamas se enfilaron a la izquierda y a la derecha de aquel valeroso fulgor–.

Dio inicio una violenta lucha, la primera que hubo en el Jardín Magnífico. Como gigantéscas explosiones y aterradores rayos, en todo lo ancho y largo del bello cúmulo. Los nativos del racimo pelearon hasta su último aliento, pero fracasaron, pues por aquel tiempo Vrélcore y Yicaáne eran en verdad muy poderosos. Sin embargo, antes de que pudieran exterminarlos a todos, la llama morada ordenó la retirada a sus compañeros, y se perdieron entre otros muchos cúmulos; los pocos que no pudieron escapar fueron capturados por los amarillos relámpagos de Yicaáne, y los aprisionaron en nubes rojas de las que no podían librarse.

–Fue más fácil de lo que pensé –dijo Vrélcore, con mucha soberbia desde su interior.

–¿Esperabas más de esta raza –le respondió Yicaáne, con igual soberbia–? Pero te diré algo más ¿Por qué contentarnos con un solo racimo de remolinos incandescentes? ¡Vayamos a por más, hasta que todo el Jardín se halle bajo nuestro dominio!




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