Jessica volvió a su escritorio intentando contener las ganas de lanzarse por alguna ventana, no tenía nada de fuerzas ni para existir sin dar pena. Era la tercera vez en aquel día que vomitaba y lo odia. Odiaba todo aquello. Se odiaba a sí misma.
No había logrado sentarse bien cuando la puerta de la oficina de Brett se abrió y este se paró a mirarla con su eterna cara de "todo apesta" y aunque aquel día en particular, coincidía con él, Jessica sintió ganas de meter la cabeza en algún agujero. No era el mejor día para soportar sus gritos.
–¿Qué quieres? –incluso ella misma se sorprendió de su respuesta. Si no se sintiera tan mal, tal vez se hubiera muerto de la vergüenza.
Su tono de voz no había sido el más profesional y era la primera vez que lo tuteaba, claro, estando sobria.
–¿Sucede algo? Estás pálida. – cuestionó él.
Bueno, no había simpatía en su mirada, pero al menos si había preocupación. Quizás sería una buena idea jugar la lotería esa noche, no pasaba todos los días que Brett Henderson abandonaba su expresión de siempre para tomar alguna otra que denotara humanidad.
–Si sucede. Estoy enferma. No he podido probar bocado y vomito hasta el agua que otro se toma.
Ese día no estaba de ánimo para ser respetuosa, ni para sentirse nerviosa en su presencia. Lo único que quería era caer en un sueño profundo y despertar en labor de parto. O morir en algún momento, ya le daba igual.
Recostó la frente del tope del escritorio y se quedó así unos segundos, pero al parecer Brett no entendió la indirecta, porque se quedó allí de pie.
–¿Quieres irte a tu casa?
Estúpido Brett. Estúpido Brett y sus estúpidas preguntas. ¡Claro que quería irse! Quería marcharse de allí para nunca volver. Evitar para siempre el tener que ver su estúpida y sensual cara de hombre prometido que había dejado un bebé en su interior.
–No. No quiero ir a ningún lugar. Pero agradecería que usted fuera a su oficina y me permitiera estar sola.
Ella no lo veía, pero pudo sentir las vibraciones de su ira.
–Levántate, Jessica, te vas a tu casa. –dijo, con la misma emoción con la que un niño come rábano.
–¡¿Qué?! Perdón. ¿Qué? No. Me quedaré —Ni siquiera sabía por qué lo hacía, pero la idea de ir a su casa, justo en ese momento, no le causaba nada de emoción.
–Vas a contagiar a todo el mundo con lo que sea que tengas si te quedas aquí. No quiero que enfermes a los empleados.
Él siempre tan agradable. Jessica sintió deseos de gritarle que el único que la había contagiado con un embarazo había sido él. Pero gracias a Dios, el sentido común volvió antes de que comenzara a chillar como loca.
–Bien, perfecto. Me iré.
—Te llevaré —agregó él.
En su rostro no había un solo gesto que pudiera ayudar a Jess a suponer lo que fuera que estuviera pasando por su cabeza. Brett era como una carta escrita con tinta invisible, y ellas no tenían la estúpida linterna para poder leerla. No la tendría jamás. Lo único que tenía era una limitada cantidad de dignidad que pretendía conservar.
—No, gracias. Me iré sola.
–Y cuando vayas conduciendo ¿Llevarás la cabeza apoyada sobre el volante como la llevas ahora?
Jessica levantó la cabeza de golpe. Lo que solo le provocó un intenso dolor.
Maldito fuera Brett y su sarcasmo. Estúpido Brett Henderson.
–Pensé que sería muy feliz si me asesina un conductor ebrio. –balbuceó.
Unas semanas atrás, no se hubiera atrevido a hacer aquel comentario ni bajo tortura. Lo habría pensado, si, pero jamás lo habría dicho en voz alta. Algo en su cabeza estaba haciendo cortocircuito y la obligaba a decir cosas que la llevarían a una muerte segura.