Yo Ceniciento

Capítulo 2 – Camino a Casa

Las tres amigas de Sherry vivían en Atlanta y, casualmente, asistían al mismo instituto que Efraín. Se llamaban Sandra, Lucy y Helen; las tres eran chicas radiantes, cada una con una chispa única que las hacía destacar incluso cuando estaban en silencio.

Helen tenía un rostro armónico, de facciones suaves y mirada expresiva, con una belleza tranquila que no necesitaba adornos. Su cabello castaño oscuro, lacio como si lo peinara el viento mismo, le caía hasta la cintura, y vestía siempre con colores que resaltaban la luz de su piel. Tenía una forma de escuchar que hacía que cualquiera se sintiera importante, aunque rara vez levantaba la voz.

Sandra, en cambio, tenía presencia. Esa clase de presencia que hace que la gente se gire cuando entra a un lugar. Con una melena oscura perfectamente cuidada, labios delineados con precisión y una postura impecable, parecía salida de un videoclip o de una portada de revista. Transmitía seguridad, energía, y tenía esa forma de hablar que siempre dejaba a los demás con ganas de seguir escuchándola. No era arrogante, pero sabía exactamente quién era.

Lucy era la más reservada del trío, pero eso no la hacía menos imponente. Era delgada, de piel morena y ojos profundos. Sonreía con gentileza, y cuando lo hacía, su calidez era contagiosa. Sin embargo, había en ella una distancia elegante, una forma de moverse y mirar que hacía que muchos la consideraran inalcanzable. No por frialdad, sino porque parecía pertenecer a un lugar más alto, más limpio, más ordenado que el resto.

Sus charlas solían girar en torno a ropa, maquillaje, series del momento y las mejores fiestas del fin de semana

Aquel mediodía, estaban sentadas en una de las mesas del comedor escolar, cada una concentrada en su teléfono. El ambiente era tranquilo, con el murmullo de fondo típico de la hora del almuerzo. De pronto, Lucy alzó la vista con una mezcla de sorpresa y ternura.

—Chicas... me acaba de escribir Sherry —anunció.

—¿Qué dice? —preguntó Sandra, dejando su snack a un lado.

—Dice que quiere escaparse y venir a pasar una noche con nosotras —respondió Lucy, bajando un poco la voz.

—Ay, mi vida —suspiró Helen—. Yo sí me arriesgaría, porque a mi mamá ni le importa lo que hago, pero la familia de ella es otra historia... están encima de todo.

—Me daría un ataque vivir así —comentó Sandra, frunciendo el ceño—. No sé cómo aguanta.

—¿Y si planeamos algo para que venga? —propuso Lucy, ilusionada.

Las chicas se quedaron en silencio unos segundos, dándole vueltas a la idea. Pero no era tan sencillo como sonaba. Aquello implicaba riesgos, y todas lo sabían. Sandra fue la primera en expresar lo obvio.

—No... dile que se quede tranquila. Nos podríamos meter en un lío de verdad.

—Es cierto —asintió Helen con pesar—. Si de verdad la queremos, hay que pensar en su bienestar.

—Sí —concordó Lucy, ya escribiendo una respuesta—. Qué lástima... de verdad quisiera sacarla de esa jaula de oro y que se distraiga un rato.

—Ya hablamos de esto el otro día —dijo Helen, cruzando los brazos—. Es por su bien. Lo sabemos.

—Sí... —murmuró Lucy, enviando el mensaje—. Todas lo sabemos. Pero igual la extraño. Mucho.

El mensaje fue enviado, y por unos segundos, ninguna dijo nada. Solo se escuchaba el murmullo del comedor, platos que se chocaban, risas lejanas. Las tres amigas se miraron en silencio, sabiendo que, aunque estaban juntas, algo les faltaba.

—Algún día vamos a estar las cuatro de nuevo —susurró Sandra, con una sonrisa pequeña pero esperanzada.

Lucy y Helen asintieron. Porque lo sabían. Porque lo deseaban. Porque, pese a la distancia y las reglas impuestas, seguían siendo un cuarteto irrompible. Solo era cuestión de tiempo. Y de amistad verdadera.

El timbre del recreo retumbó con esa urgencia típica que rompía la monotonía de las aulas, abriendo paso al murmullo generalizado de mochilas alzadas, sillas arrastradas y conversaciones pendientes desde el desayuno. En medio del flujo de estudiantes que se desplegaba como un enjambre inquieto, tres figuras caminaban sin apuro por el pasillo del segundo piso, dirigiéndose hacia la hilera de casilleros. Efraín iba al frente, como siempre, con la mochila colgada al hombro de forma despreocupada y la camisa del uniforme ligeramente desabrochada en el cuello, marcando su estilo. Detrás, Joseph y David lo seguían como dos satélites acostumbrados a orbitar en torno a su centro de gravedad.

La conversación giraba, inevitablemente, hacia la clase que acababan de tener, y no precisamente en buenos términos.

—No entiendo por qué la profesora Nicole quiere que vayamos directo a la práctica —dijo Efraín con el ceño fruncido, sin siquiera mirar a sus amigos—. Ni siquiera vimos la teoría. Todo empieza por una base, ¿no?

David, con las manos en los bolsillos, chasqueó la lengua.

—Ya empezó mal esa bruja —masculló—. Le vendría bien una buena paliza.

Joseph lo miró de costado, entretenido por el comentario.

—¿Qué clase de paliza?

David se encogió de hombros con una sonrisita.

—Ama los baños de crema, ¿no? Podríamos cremarle el cabello. Literal. ¿Cremar? ¿Lo pillan?




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