Yo Ceniciento

Capítulo 3 – La Chica de la Foto

Efraín entró a su casa por el patio trasero, como solía hacerlo desde pequeño. El lugar, a pesar del silencio, parecía lleno de vida: una piscina quieta brillaba bajo el sol de la tarde, un pequeño corral de aves de granja se agitaba con algún graznido perdido, y los árboles de sauce mecían sus ramas con elegancia al compás del viento. Un roble alto custodiaba la esquina del terreno, y desde una de sus ramas colgaba un columpio que aún se balanceaba ligeramente, como si recordara juegos pasados. Un pequeño huerto, ordenado con esmero, exhibía orgulloso sus legumbres en crecimiento.

Nike, su perro husky siberiano, corrió a recibirlo con esa alegría que ni el tiempo ni la costumbre lograban atenuar. El animal saltó hasta él, y Efraín se agachó para abrazarlo sin pensarlo.

—Hola, Nike —susurró, mientras las lamidas efusivas del perro le cubrían la cara.

—Sí, lo sé, también te extrañé —añadió entre risas, rascándole detrás de las orejas.

Nike emitía pequeños llantos, de esos que sólo alguien como Efraín, que lo conocía desde cachorro, podía comprender. El perro apoyó sus patas delanteras sobre sus hombros y le ladró con energía.

—¿Tienes hambre? —preguntó Efraín, con la sonrisa aún dibujada en el rostro—. Yo también… vamos por algo.

Ambos entraron a la casa por la puerta de la cocina, como siempre. Allí, moviéndose entre especias y ollas humeantes, estaba el chef Antoine. Un hombre alto, de expresión refinada, con años de experiencia culinaria y el corazón de un verdadero artista del sabor.

—Hola, Efraín querido —saludó el chef con calidez.

—Hola —respondió el muchacho, soltando un suspiro leve—. ¿Qué hay de almorzar? Nike y yo tenemos hambre.

—Es música para mis oídos —respondió Antoine con una sonrisa satisfecha—. Hoy preparé un filete horneado, lo sazoné con un condimento especial hace dos días. Ha reposado lo justo. Será inolvidable.

—Suena delicioso —dijo Efraín, animado—. Esperaremos en el comedor.

—En un momento lo tendrán servido.

Efraín fue hacia el comedor, seguido por Nike que se tumbó a su lado apenas se sentó. Observó la mesa larga, decorada con un sencillo centro de frutas frescas. Sostuvo el tenedor con una mano, sin moverlo. Su mirada se quedó fija en el espacio vacío frente a él. No había señales de su padre. A veces ocurría, sí. Pero no tan seguido. Y aunque no era la primera vez, Efraín no lograba acostumbrarse. El silencio le pesaba más que cualquier plato frío. En el fondo, algo le decía que ese almuerzo también sería para uno solo. Pero, aun así, fingió normalidad. Como si no importara.

Nike, a sus pies, soltó un leve suspiro, como si también lo supiera. Aparentemente, Nike conocía demasiado bien a su joven amo. De pronto, soltó un ladrido fuerte, como si buscara sacarlo de ese pensamiento que lo había arrastrado al silencio. Efraín parpadeó, interrumpido por aquel gesto tan familiar, y sonrió con dulzura mientras pasaba la mano por el lomo del husky.

—No, no estás pintado —le dijo en voz baja, con una calidez que sólo alguien que ha sido verdaderamente amado por un animal puede comprender—. Me haces mucha compañía… sabes bien que es así. Solo que… no me gusta comer cuando papá no está, es todo.

Nike, como si entendiera hasta las palabras no dichas, apoyó su pata derecha sobre la pierna del chico y lo miró con esos ojos claros y atentos. Efraín bajó la vista, pensativo, dejando que el calor del momento lo envolviera como una manta.

—Bueno… no es que el mundo se vaya a acabar solo porque no vino a comer con nosotros hoy… —suspiró, encogiéndose de hombros—. Pero ¿sabes algo? No sé qué haría sin mi padre.

En ese instante, Vicky, la ama de llaves, cruzaba el comedor con paso ágil y recto, llevando unos papeles en la mano. Efraín levantó la voz con respeto, pero con la confianza que da el cariño de años.

—Vicky… disculpe, ¿podrían llevarme la comida a mi habitación? Comeré allá con Nike.

La mujer se detuvo, lo observó un momento con esa mirada que todo lo ve, y asintió con la cabeza, suavemente.

—Por supuesto, joven Efraín —respondió con su tono siempre correcto, pero con una pizca de ternura en los ojos—. Se la haré llevar de inmediato.

—Gracias —dijo él, sincero, acariciando una vez más la cabeza de su compañero—. Al menos contigo, la mesa nunca está vacía.

Y juntos, como tantas veces antes, subieron las escaleras hacia el refugio donde los silencios dolían un poco menos.

Pedro Mendoza estaba reunido con su socio y viejo amigo Luke Carson. Ambos ocupaban una mesa apartada en una cantina tranquila, con las carpetas de documentos comerciales a un lado, tazas de café delante y el peso de una jornada que parecía no tener fin.

—Tenemos demasiados autos por lanzar este mes —comentó Pedro, masajeándose las sienes—. La demanda sigue alta, pero si no organizamos bien la distribución…

—¿Qué podríamos perder? —respondió Luke con un tono relajado—. ¡Es buena señal!

Pedro lo miró de reojo, serio.

—Podríamos perder la inversión si algo falla. Susan tiene el inventario, y aún no nos reunimos con ella.

Tomó un trago de café, pero al apoyar la taza de nuevo en el platillo, sus dedos se quedaron unos segundos presionando el puente de la nariz.




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