La mañana había llegado, el tan esperado día del partido contra los Medford se alzaba con un sol radiante sobre Atlanta. En la mansión Mendoza reinaba una atmósfera de emoción contenida. El quinteto inseparable —Efraín, David, Joseph, Franklin y Henry— había decidido desayunar juntos antes del gran evento. En la sala comedor, los platos se llenaban con huevos revueltos, tostadas con manteca de maní, fruta fresca y vasos de jugo que tintineaban cada vez que alguno soltaba una risa.
—Ganaremos —dijo Efraín, inclinándose sobre la mesa con una sonrisa segura—. Llevamos ventaja y tiempo entrenando.
—Los otros también están bien preparados —advirtió Joseph mientras cortaba su tostada—. He hablado con algunos y no vienen con ánimos de perder.
—No me preocupa —dijo Henry con tono desafiante, apoyando los codos sobre la mesa—. Al entrenar me medí con varios de ellos, sobre todo en atletismo, y no pudieron seguirme el ritmo.
—Tienen buena puntería, eso sí —añadió Franklin, mirando a todos con una mueca reflexiva—. No hay que subestimarlos.
—Las posiciones ya están armadas —intervino David con aire de responsabilidad—. Solo espero que no dejen a los mejores sentados en la banca.
—Quédate tranquilo —respondió Efraín con un guiño—. Todo va a salir bien, nos vamos a lucir.
Las risas continuaron entre sorbos y bocados, con bromas sobre el uniforme, las porras del público, e incluso sobre los apodos que les pondrían si llegaban a perder. Pero en el fondo, todos compartían la misma certeza: ese día no era uno cualquiera. Era el día en que demostrarían quiénes eran.
Pedro Mendoza peleaba contra el tiempo con la misma intensidad con la que un corredor busca la cinta de meta. Su oficina era un campo de batalla desbordado de documentos: carpetas abiertas como bocas pidiendo ser leídas, post-its pegados en lugares insólitos, y su taza de café ya frío esperando una atención que no llegaría. Solo le faltaba una carpeta más para completar el conjunto. Una sola, pero en el mundo empresarial, una carpeta podía significar un ascenso… o un desastre. Revolvía los cajones con rapidez, alzó las cejas al escanear los estantes, incluso revisó debajo del teclado. Nada. Entonces, como si el destino supiera que estaba al borde de un colapso, el celular vibró en su bolsillo. Era Luke.
—Hola Luke —dijo, aún sin aliento.
—¿Dónde anda, señor? —preguntó su socio con una mezcla de urgencia y reproche—. Quedamos en que hoy llegaríamos más temprano. Es una presentación clave.
—Lo sé, pero... me falta una carpeta. ¡La número diecisiete! No aparece por ningún lado.
—La tengo yo —respondió Luke con calma—. La dejó sobre mi escritorio anoche. Supuse que la buscaba y estaba por llamarlo.
Pedro se quedó unos segundos en silencio, asimilando el alivio como quien se rescata a sí mismo del abismo.
—Gracias, Luke. Me salvaste.
—Aún no empezó la reunión —agregó su socio—. La retrasaron media hora. Le queda tiempo… y deséale suerte a Efraín de mi parte.
Pedro colgó, tomó las carpetas restantes como si fueran un tesoro rescatado, y salió disparado rumbo al comedor.
Allí, en el corazón cálido de la mansión Mendoza, se encontraba el quinteto de amigos desayunando como si ya hubieran ganado el partido. Reían, intercambiaban anécdotas, se desafiaban amistosamente. La mesa estaba cubierta de jugo de naranja, tostadas a medio comer y el bullicio alegre que solo la juventud puede armar en plena mañana. Pedro se apoyó en el marco de la puerta, observando la escena con ternura, y anunció con una sonrisa:
—¡Buen día! ¿Cómo se preparan los campeones de esta tarde?
—¡Muy bien! —respondieron todos con el entusiasmo de una banda de rock en camerinos.
Efraín se giró con una chispa de ilusión en los ojos:
—¿Tendrás tiempo para vernos jugar, papá?
Pedro vaciló un instante. Le dolía dar la respuesta que ya sabía.
—No lo creo, hijo. Hoy llegan nuevos empleados al edificio y debo estar presente para orientarlos. Probablemente también tenga que dar la introducción oficial.
Efraín bajó la vista un segundo, pero luego volvió a alzarla con madurez y optimismo.
—Bueno. Igual traeremos fotos y recuerdos.
—Y yo estaré ansioso por verlos todos —dijo Pedro, con una risa leve—. Vamos, chicos, quiero que den todo en ese campo. Soy su fan número uno. Nunca lo olviden. Y prometo que estaré ahí… para celebrar la victoria.
Dicho eso, Pedro se despidió con un gesto veloz, pero cargado de cariño, y salió de casa rumbo al trabajo. Mientras se alejaba, no sabía que su ausencia sería notada no por lo que diría, sino por lo que su presencia hubiera significado para un hijo que, cada vez más, aprendía a admirar en silencio.
Frente al espejo del tocador, la Sra. Wolfram se concentraba como una artista en pleno acto de creación. Deslizaba cuidadosamente el labial rojo sobre sus labios, asegurándose de no salirse ni un milímetro del contorno. Luego delineó sus ojos con la misma precisión con la que firmaría un contrato importante y, como toque final, dio un estocado de esmalte rojo a sus uñas, dejando que la laca se asentara mientras admiraba el resultado: elegante, firme, provocativo. Karl irrumpió en la habitación sin anunciarse, como acostumbraba.