Yo Ceniciento

Capítulo 5 – Dulce Veneno

Efraín no tenía idea de lo que acababa de pasar fuera del estadio. Para él, el mundo estaba en pausa, y solo existía ese momento: la gloria, el sudor en la frente, las risas de sus amigos y la sensación de que nada podía salir mal. El quinteto celebraba la victoria como lo habían imaginado mil veces, pero esta vez era real. Nada de brindis sofisticados: levantaban vasos plásticos con gaseosa de uva —la favorita de Efraín— como si fueran trofeos dorados.

—Fue épico —dijo Efraín con la voz aún agitada de la emoción—. De verdad, nos lucimos.

—Tendrías que ser nuestro entrenador —sugirió Joseph con una sonrisa traviesa mientras levantaba su vaso.

—Gracias por el halago, bro —rió Efraín—, pero el coach es el que nos llevó hasta acá. Le debemos todo.

—Tengo una duda —soltó David, mirando al techo como si buscara palabras flotando entre las estrellas—. ¿Alguna vez pensaron si vamos a seguir juntos… cuando seamos grandes?

El silencio que siguió fue raro, pero no incómodo. Era como si de pronto el aire se hubiera vuelto más denso, más serio. La pregunta, aunque sencilla, les golpeó hondo. ¿Y si este momento era uno de esos recuerdos que uno guarda para siempre? ¿Y si el “para siempre” no duraba tanto? Henry fue el primero en hablar, encogiéndose de hombros como si tratara de sacarse el nudo del pecho.

—No sé… fueron muchos años, sí. Pero tarde o temprano alguno se va a ir. Ya saben, por estudios, porque a algún papá se le da por mudarse a Ohio, por ejemplo... la vida pasa.

—O por el trabajo —añadió Franklin—. Yo quiero ser doctor, y si eso pasa... ya veo que ni tiempo para dormir voy a tener.

—Yo quiero ser militar —dijo Joseph, mirando su vaso como si pudiera ver su futuro reflejado—. Mi abuelo fue a Afganistán. Capaz yo termine en Groenlandia o en algún lugar perdido, defendiendo no sé qué.

Efraín miró a David con una ceja levantada.

—¿Y a vos qué te picó para tirar esa pregunta?

David sonrió, un poco tímido.

—No sé… a veces siento que estamos destinados a hacer algo juntos, como si... no fuera solo amistad, sino una especie de misión. Como si fuéramos cinco piezas de un mismo rompecabezas. ¿Nunca lo sintieron?

Nadie respondió con palabras. Solo asentían, sabiendo que sí, lo habían sentido. Desde hace tiempo. Efraín tomó aire, y con la mirada firme, dijo:

—Entonces hagamos una promesa. No importa dónde estemos, ni qué pase... vamos a seguir siendo un equipo. Puede que el béisbol se acabe, pero nuestra unión no. Y si un día uno cae, caemos todos.

—Unidos hasta el final —dijo Joseph, firme.

Efraín levantó su vaso.

—Por esta victoria… y por todas las que vendrán. Que nunca dejemos de pelear juntos. ¡Salud!

—¡Salud! —repitieron todos, y chocaron sus vasos con fuerza, como si sellaran un pacto.

Rieron, bromearon, soñaron un rato más. Luego, uno a uno fue despidiéndose, dejando atrás el eco de los pasos, pero llevándose el calor del momento en el pecho. Efraín se quedó el último, esperando a su papá, sin saber que, en otro lugar, algo mucho más grande acababa de cambiar.

Pedro se encontraba sumido en un silencio espeso, atrapado en la inconsciencia. Todo lo que lo rodeaba parecía flotar en un sueño sin forma, hasta que, poco a poco, fue sintiendo el cosquilleo del regreso. Sus párpados pesaban, pero logró abrirlos con esfuerzo. La luz tenue de la habitación le pareció un faro distante entre sombras. Estaba acostado sobre una camilla, envuelto en una sábana delgada. Las paredes a su alrededor eran de un gris pálido, casi frío. A su lado, notó una figura conocida: Luke, encorvado en una silla, con los codos apoyados en sus rodillas y el rostro hundido entre las manos. Parecía llevar horas en esa posición.

—¿Luke...? —murmuró Pedro, con la voz ronca, como si el aire le costara.

El joven levantó el rostro de golpe. Sus ojos estaban enrojecidos y su expresión se iluminó con alivio inmediato. Tragó saliva antes de responder, como si las palabras no quisieran salir al principio.

—¡Jefe! —dijo en un suspiro tembloroso— Qué bueno… ya despertó.

Pedro intentó incorporarse un poco, pero apenas pudo levantar el torso. Cerró los ojos un instante, mareado, antes de dejarse caer otra vez sobre la camilla.

—Sí… —musitó con cansancio— ¿Me puedes decir qué diablos pasó?

—Se desmayó, señor —explicó Luke con tono suave, casi con culpa—. Lo trajimos en ambulancia. No reaccionaba… yo…

Pedro lo miró fijo, con los ojos apenas entreabiertos. Su respiración se volvió más lenta y profunda, como intentando retomar el control de su cuerpo.

—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?

Luke bajó la mirada por un segundo antes de responder.

—Nueve horas.

Pedro soltó un largo suspiro y se llevó la mano al rostro, cubriéndose los ojos un momento. Luego, frotó su cara lentamente, como si intentara borrar el agotamiento acumulado.

—Tengo que ir a casa… —dijo con voz ronca— ver a Efraín. Debe estar molesto conmigo.

—¿Por qué lo dice, señor? —preguntó Luke, ladeando la cabeza con preocupación.




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