El sol se filtraba suavemente entre las cortinas azul petróleo de la habitación, tiñendo la pared con destellos dorados. Era una mañana tranquila, fresca, con el canto de los pájaros colándose apenas por la ventana entreabierta. Efraín abrió los ojos lentamente, pestañeando varias veces mientras su mente comenzaba a ubicarse. Dio un bostezo largo y profundo, estirando los brazos hacia atrás con una leve sonrisa adormilada… hasta que recordó. Su padre no había llegado a tiempo la noche anterior. Lo había esperado con emoción, pero el cansancio le ganó. Se había quedado dormido antes de escucharlo llegar. La decepción le pinchó un poco el pecho, pero al girar la vista hacia su escritorio, algo lo detuvo en seco. Allí, perfectamente acomodado sobre la madera, estaba un guante de béisbol nuevo, de cuero negro con costuras rojas. Aún brillaba, como recién sacado de la vitrina de una tienda exclusiva. Efraín se incorporó enseguida, como si el regalo le hubiera devuelto toda la energía de golpe. Sus labios se curvaron en una sonrisa cálida y luminosa. Lo tomó entre sus manos y lo miró por unos segundos sin decir palabra. No necesitaba decir nada. Su padre lo había recordado.
Después de vestirse, bajó por las escaleras a paso ligero. En el comedor, Pedro ya estaba sentado, con una taza de café a medio terminar y un fajo de documentos abiertos frente a él. Se lo veía más relajado, aunque concentrado. Efraín no lo pensó dos veces y se acercó por detrás, rodeándolo con los brazos por el cuello en un abrazo sorpresivo.
—Buenos días, papá. Muchas gracias por el guante —dijo con una alegría genuina en la voz.
Pedro dejó los papeles a un lado, levantó la mirada y sonrió ampliamente.
—Hola, campeón. Me alegra que te haya gustado. Salí tarde del trabajo… en serio, perdón por no haber llegado a celebrar contigo anoche.
—No hay problema, papá —dijo Efraín, tomando asiento a su lado—. Podemos celebrarlo después. ¿Y si vamos a lanzar unas pelotas al estadio de los Falcons? Tú y yo, solo nosotros, como cuando era más chiquito.
Pedro lo miró, sorprendido por la idea.
—¿Reservar el estadio? —repitió con una media sonrisa—. Gran idea, hijo.
Ambos sonrieron. No era un simple partido ni un simple regalo. Era su forma de decirse “estoy aquí”, sin necesidad de grandes discursos.
La mañana amaneció con el cielo limpio y un viento suave que agitaba las hojas de los árboles frente al instituto. Los rayos de sol se filtraban con pereza a través de los ventanales del edificio, tiñendo los pasillos de un tono dorado cálido, casi cinematográfico. Los casilleros retumbaban con el sonido de puertas metálicas cerrándose, y los estudiantes cruzaban saludos mientras caminaban apresurados hacia sus primeras clases. Era otro día de rutina… pero para Efraín y su grupo, había algo distinto en el aire. Los cinco amigos entraron al edificio como una banda de rock que acababa de ganar su primer Grammy. Iban relajados, conversando entre risas, y todos los ojos se volvían hacia ellos, especialmente hacia Efraín, quien caminaba con una mezcla de humildad y alegría genuina.
—¡Eres un ídolo, Efraín! —exclamó Joseph, dándole un codazo suave—. Ya estás ganando un club de fans sin darte cuenta.
—Lo sé —respondió Efraín con una risa entre confiada y divertida, ajustándose la mochila sobre un hombro—. Pero además del béisbol... ¿qué más podríamos hacer para figurar? Digo, algo nuevo.
—¿Y si nos metemos a la clase de canto? —propuso Henry, alzando una ceja con picardía.
—No se los garantizo —dijo Franklin, rodando los ojos—. La clase de canto de la escuela está más anticuada que los discos de vinilo que colecciona mi tío.
Siguieron caminando como si fueran inmunes al entorno, atravesando el pasillo principal sin notar nada más. Pero David, siempre atento, frenó de golpe al ver algo distinto en la cartelera de anuncios. Un papel recién pegado, con letras grandes en marcador azul y un borde decorado con estrellas doradas, capturó su atención. “¡Inscripciones abiertas para candidatos a la presidencia escolar!”. El encabezado brillaba bajo la luz del pasillo como una puerta abierta a algo grande. David se acercó, lo leyó dos veces, y su expresión se transformó.
—¡Oigan, chicos! ¡Tienen que ver esto! —gritó, agitando el brazo para llamar al grupo.
Los demás retrocedieron sobre sus pasos, curiosos. Se amontonaron frente a la cartelera y leyeron el anuncio: era una convocatoria oficial de parte del consejo escolar. Invitaban a los alumnos más comprometidos y populares a postularse como candidatos a presidente escolar, un nuevo puesto dentro del alumnado que representaría a todos los estudiantes ante los profesores y directivos, organizando actividades, canalizando propuestas y siendo la voz del grupo.
—Vaya... esta puede ser una gran oportunidad para destacarnos aún más. ¿Qué opinan? —dijo Efraín, con los ojos brillantes de emoción y desafío.
Todos lo miraron. No hizo falta decir mucho más. La idea era tan potente como inesperada, y ninguno quiso dejar pasar la oportunidad. Se sentían preparados. Eran conocidos, respetados, y, sobre todo, estaban unidos.
—Podríamos hacer propuestas reales —dijo Joseph—, como renovar los menús del comedor o cambiar las sillas de la sala de estudios.
—Y organizar eventos —añadió Henry—, bailes, conciertos... cosas que saquen a la escuela del aburrimiento de siempre.
—Seríamos el puente entre los profes y los alumnos —concluyó David—. Y si lo hacemos bien, nadie nos va a olvidar.
Efraín asintió lentamente, con una sonrisa decidida formándose en sus labios. Sentía esa chispa en el pecho que solo aparece cuando se inicia algo grande.
—Entonces... que empiece la campaña —dijo.
Y con eso, el quinteto siguió su camino, ya no como simples estudiantes... sino como los posibles protagonistas de una nueva historia.
El reloj marcaba las ocho y cuarto de la mañana cuando, en la oficina principal del colegio, la directora Daisy Bart firmaba unos papeles con total concentración. Tenía un estilo pulcro y elegante, con su cabello castaño claro recogido en un moño perfecto, gafas de marco fino y labios pintados de un rosa discreto. Su presencia imponía respeto, pero su sonrisa cálida y su forma cercana de tratar a los alumnos la convertían en una figura muy querida en toda la institución. Era estricta cuando debía serlo, pero justa como pocas.