Le arden los ojos de tanto escribir lo mismo una y otra vez.
Parpadea, el vacío del pecho la devora cada vez más. Quiere llorar, romper una silla, gritar en sangre todo el dolor que llega acarreando desde que pudo comprender que su existencia no estaba ligada a una sigla ni a otras personas más que ella misma. Pero sabe que no es capaz de soltar todo de golpe; por eso escribe. Lo mismo. Infinitas veces hasta que ella y el mundo puedan entender.
—No está funcionando —murmura, golpetea el teclado negro con sus uñas y se muerde los labios sintiendo la rabia burbujear en el vacío del pecho—. ¡Soy una escritora! ¡Debería poder escribir un maldito artículo sin problemas!
Suspira frustrada. Tiene la tentación de darle una patada al teclado y tirar su notebook por la ventana. No debió comprometerse a escribir para la revista Ya! sin estar del todo segura. Que sí, muy bonito el querer contar su experiencia y educar a través de un medio tan popular, pero estar estancada desde hace dos semanas es demasiado agotador para soportarlo y el tiempo se le está acabando. Debe tener el artículo listo antes que termine el mes.
«No puedo perder esta oportunidad por un bloqueo de mierda», piensa pasando los dedos por las teclas negras. Inspira y exhala con fuerza el enojo y la rabia. «Tiene que salir algo, lo que sea. Es mi momento». El vacío devora su alma unos instantes, borrando lo que escribió segundos atrás. El documento en blanco salvo por el titular.
—¿Por qué es importante que la asexualidad sea reconocida en el colectivo LGBT+? —lee en voz alta, intentando responderse a sí misma todas las razones que sabe de memoria y no es capaz de llevar a un reportaje sencillo. Resopla—. No puedo creer que no sea capaz de escribir esto. Es indignante.
Molesta consigo misma, tira la silla hacía atrás y da algunos giros en ella, quejándose en murmullos inentendibles de rabia sobre su propia ineptitud. ¡Es intolerable! Ella sabe, es buena en lo que hace. ¿Cómo puede estar trabada con algo que refleja su vida? Eso es lo más absurdo de todo. ¡Uf!
El rasguñar de la puerta la distrae, a la mitad del despacho blanco, aún sentada en su silla de escritorio, escucha el bajar y subir de las uñas en la madera, en diferentes intensidades. Luego tres golpes, otro rasguño largo y un golpe final. Sin querer, sonríe.
—Sabes que no necesitar usar ese código para entrar —dice en voz alta, acercándose al escritorio arrastrando con fuerza los pies sobre el piso de madera para impulsarse. Escucha la puerta abrirse—. Puedes entrar sin recibir alguna sanción.
—Lo sé —responde Roberto, acercándose en cuatro zancadas a ella. Le da un beso suave y tibio en la frente—. Es la fuerza de la costumbre.
Ella sonríe con suavidad dándole la razón, cada vez que está sentada trabajando en cualquier habitación, su marido pide permiso de esa forma, un código que usaban hace años cuando no quería hablar o se sentía mal y la costumbre quedó. De alguna forma es algo muy tierno, asume.
—Basta —Niega con la cabeza, mirándolo—. Detesto que digas esas cosas, nos haces sonar como una relación cliché de novela barata. No lo somos. ¡No te sonrías!
—Solo vine a preguntar si necesitas algo, iré por el pan para la once.
—¡Deja de reírte! —exclama golpeando su hombro. Le hace una mueca de desagrado antes de hablar—. Tengo ganas de sálame, trae unas dos lucas, así nos queda para mañana.
Roberto asiente antes de volver a besarle la frente e irse; ella ríe y lo ve juntar la puerta. Se queda mirando allí hasta que escucha el ruido de la reja de afuera. Lo ama, piensa, lo ama de verdad. Cierra los ojos, pensando en la sensación cálida de los besos esporádicos que se dan. En sus abrazos. En cómo cada mañana, dice que eligió amarla otro día.
«Estaría mejor con una persona que le dé lo que necesita» piensa, la mirada en el techo. Da un suspiro cuando el conocido sentimiento de culpa golpea en su interior. «Roberto merece una mujer real» y suspira intentando no dar rienda suelta a la parte más oscura y crítica de su ser.
No lo logra del todo. La culpa es reemplazada con la rabia, el miedo. Las emociones siniestras que raspan en su garganta y chispean en su mirada. Tiembla mirando el documento en blanco, releyendo el título una y otra vez para intentar escribir algo. Comienza a teclear con furia, abrazando el sentimiento, las palabras y la culpa. Las preguntas que en algunos tiempos, se hace casi a diario.
"Tengo muy claro que no me matarán a piedras como a mis compañeros del colectivo LGBTQI+. No van a insultarme en la calle por ir de la mano con mi marido. No van a decirle a sus hijos que no me miren cuando pase al lado de ustedes; ni mucho menos decir que doy una vergüenza a simple vista" escribe con rapidez, sin leer ni corregir. Las teclas son lo único que se escucha mientras ella se desnuda en un documento virtual. "Va a pasar algo peor: me van a invisibilizar. Van a reírse. Van a mirarme a los ojos con compasión o furia y decirme que estoy negándole a mi marido lo que le corresponde por derecho. Que soy una tonta cartucha y frígida. Y cuando les diga, a veces sonriendo, a veces molesta, que soy asexual, van a decir que solo quiero figurar y hacerme la especial. Que eso no existe. ¿Cómo no me va a gustar tener sexo? ¿Cómo le voy a privar a mi marido el sexo?".