–¡Oye espera! –fui corriendo atrás de él. Caminaba muy rápido–. ¡Thomas detente! –se detuvo saliendo del Aeropuerto. Se volteó hacia mí con las maletas aún en las manos. Me sonrió y sentí mi cuerpo hacerse gelatina.
¡Maldición! ¡¿Qué me estaba haciendo Thomas?!
–¿A caso piensas que iré contigo?
–¿Y por qué no? –se acercó hasta llegar a donde estaba–. Tú quieres gatos y yo quiero a alguien que me enseñe el resto de la ciudad.
–¿Y cómo quieres que lo haga si yo no conozco Ámsterdam? –le reproché.
–Ese es tu problema –se encogió de hombros–. Éste es el trato. Te diré donde puedes encontrar los gatos y tú me llevas a recorrer la ciudad ¿qué dices? –sólo lo miré.
–¿Y yo qué gano? –dije finalmente.
–Una cita. Conmigo obviamente –volvió a sonreír. Abrí los ojos como platos.
¿Nunca se cansa?
–¿Nunca te rindes verdad?
–Te dije que no lo haría –miró al cielo y luego a mí.
–Pues te quedarás con las ganas –dije–. Yo no conozco Ámsterdam.
–Entonces no hay trato –dijo cortante–. Sólo a ti se te ocurre irte sin razón, a un país que ni conoces.
¿Qué tenía este hombre que me dejaba sin palabras?
Además, ese no era asunto de él. Pero tenía razón, y esa razón tenía dos nombres: Harry y perra. Me valía si tenía nombre, era una perra y punto. Ay por Dios ¿Cuándo iba a dejar de hablar de ellos?
Cuando salgas con Thomas ¿Qué temes? Maldito subconsciente. No lo haré. Pues entonces, no te quejes cuando estés sola, solterona y amargada. ¿Qué mierda?
Thomas se había sentado en la banqueta de nuevo. ¿Cómo es qué él podía estar tan tranquilo, como si nada estuviera pasando? Se veía mejor cuando no hablaba o decía algo.
–¿A caso soy muy guapo? –preguntó sacándome de mi ensueño.
Maldita sea, me cachó mirándolo.
Me ruboricé y desvié la vista. Me senté también en la banqueta, lejos de él, y evitando tener contacto visual.
–¿Por qué no me miras? –volvió a preguntar. Maldición, era un curioso de primera.
–Porque no quiero –saqué mi teléfono y tenía treinta llamadas perdidas; y un sin fin de mensajes. Todos de él preguntando dónde estaba. Me reí por inercia. Sabía que no se detendría hasta encontrarme.
–¿Se puede saber de qué te ríes? –preguntó Thomas haciendo me recordar su existencia de nuevo. Aun no me acostumbraba a que, habiendo tantas personas en el avión, era yo a la que había estado molestando durante todo el viaje.
–No te importa –contesté. Seguí revisando mi teléfono.
–¿Entonces qué? –se levantó de la banqueta–. ¿Sales conmigo o no? –me miró. Me estaba sacando de quicio y solo Harry lograba hacer eso.
–¿Eres sordo o qué? –me levanté también–. ¿Qué parte de "No voy a salir contigo" no entendiste? Eres un necio –dije acercándome a él tratando de recuperar mis cosas–. Y ya dame mi maleta.
–No –respondió de tajo–. No te la daré y no soy ningún necio. Simplemente suelo salirme con la mía –me miró–. Todo el tiempo –sonrió y rodé los ojos.
–Pues esta vez no se te hizo –dije tratando de agarrar mi maleta. El esquivó mi movimiento, y la pasó a su otra mano, fui por ella, y la volvió a regresar a la otra–. ¡Ya deja de jugar conmigo! –grité. Lo había logrado. Me había sacado de quicio.
–Ya cálmate –dijo y me tomó de la cintura. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Su toque era suave y me imaginé estar así, siempre. Sin ninguna distancia entre nosotros.