Zarabel

CAPÍTULO 01. Las escaleras no son el verdadero problema

ZARA

El temor es una de las primeras emociones que el ser humano experimenta. Desde el nacimiento, la exposición hacia el exterior trae consigo incertidumbre y ansiedad. Todo es nuevo, lo que significa un potencial peligro para tu supervivencia.

En mi caso, tenía dos cosas que no soportaba.

La primera, pero no la más importante: escaleras.

Cada mañana debía enfrentarme a los veinte peldaños del edificio, que ascendían al tercer piso, en donde se encontraba el cuartucho que rentaba. El complejo no era ni por asomo un lugar elegante, sino que se confundía con el resto de construcciones malogradas y añejas del barrio. Lo único por lo que podría destacar era por las escaleras adheridas a la pared que daban a la calle principal, y por los tres locales que ocupaban el primer piso.

Tal vez, si la mensualidad no fuera tan barata, me habría mudado desde la primera semana.

Mi pavor a los lugares altos y de un considerable grado de riesgo era un secreto muy mal disimulado, pues, como de costumbre, mis brazos y piernas temblaran sin control al bajar; mis dedos sudaban tanto que podía sentir que en cualquier momento resbalarían; y mis ojos inquietos no paraban de dar miradas fugaces al suelo.

Era patético, pero no podía culparme. Mi mente solía centrarse en el metal obsoleto que apenas podía aferrarse a la desgastada pared de ladrillo, y en las turbulencias ocasionadas en cada paso.

Esther prefería convertir a esa bomba de tiempo en una buena analogía: «Es como tener nuestro propio terremoto… todos los días». Siendo honesta, hubiera preferido que no me lo recordara.

—Vamos, Zarita. Ya casi llegas. —Escuché su voz desde la banqueta, a unos cinco escalones debajo mío.

Alcancé a notar que un par de muchachos pasaron y me echaron un vistazo. Ya conocía el tipo de mirada burlona que se me solía conceder. Mi única respuesta ante esa humillación era: «Sí, lo admito, soy una mujer de casi veinte años que baja las escaleras como un jodido anciano con Parkinson. ¿Tienen algún problema?»

Apreté los ojos y no lo pensé más. Con sólo tres peldaños restantes, pegué un brinco. El impacto en los talones contra el pavimento me provocó un hormigueo que escaló hasta mi cabeza y me obligó a apretar los dientes. No fue de mis mejores caídas y por poco se me doblaba el tobillo, pero al menos ya no recibiría esas risillas malintencionadas.

—¡Bravo! —Esther me recibió con aplausos, acompañada de una genuina sonrisa de felicidad—. Hoy lo hiciste más rápido.

Apreté los labios hasta formar una extraña mueca. Me pesaba mostrarme así de vulnerable cada mañana, pues el orden natural de las cosas era este:

Zara es quien protege a Esther.

No sólo por su baja estatura y débil apariencia, sino que su naturaleza bondadosa le hacía pecar de ingenua; bastaba mostrar un poco de decencia humana para ganarse sus favores. Por eso, desde que nos conocimos, supe que yo debía tomar las riendas y alejar a todo aquel que intentara aprovecharse de ello.

Solté el aire caliente de los pulmones y alcé la mirada. El vapor se extendió hacia el cielo que comenzaba a esclarecer. El escenario sería menos tenebroso si no fuera por las farolas que hacían su lucha por iluminar la calle entre débiles parpadeos.

—¡Muchachas! Buenos días. —Nos giramos al oír la voz de la panadera, quien se acercaba con una ligera sonrisa—. ¿A poco tienen clase a esta hora?

—Buenos días, doña Martina. —Esther se paró bien derecha, correspondiendo el gesto alegre, antes de suspirar con amargura—. Nuestro horario es horrible.

La mujer hizo un gesto de reproche. Tenía un hijo más o menos de nuestra edad, así que seguramente debía escuchar ese tipo de quejas todos los días. Acomodó la escoba que llevaba entre las manos y también se fijó en el clima deprimente sobre su cabeza.

—Pero qué bueno que sean así de responsables. —Trató de mostrarse positiva—. Ya quisiera yo que Dieguito le echara tantas ganas como ustedes. A ver, espérenme tantito.

Se apresuró a entrar a la panadería que, como los otros dos locales, era espaciosa y cómoda. Todo lo contrario a los departamentos.

Segundos después, salió a toda prisa y me entregó una bolsa llena de pan.

—Llévense estos poquitos para que desayunen.

Di un vistazo al interior y, tal como lo sospechaba, no eran sólo «unos pocos». Ni siquiera cuando vivía con mi madre comprábamos tantas piezas.

—¿Cuánto le debemos? —pregunté, pese a conocer la respuesta.

—No es nada. —Se alejó dos pasos mientras agitaba las manos—. Me gusta regalar comida, porque cuando yo iba a la secundaria, ya hubiese querido que me ofrecieran un bolillo duro, aunque sea. Mucha suerte con sus clases.

Doña Martina se despidió con un gesto antes de regresar a sus deberes, mientras yo me centré en la bolsa, dudosa. Casi todos los días recibíamos este tipo de regalos, así que la sensación de que mi deuda con esa mujer estaba creciendo se hacía cada vez más presente.

—Hoy nos levantamos con el pie derecho —Esther, en cambio, se mostró alegre caminando a mi lado, también centrada en la bolsa de plástico.




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