Zara tenía dos cosas que no toleraba. Una de ellas, pero no la más importante: escaleras.
Cada mañana debía enfrentarse a los veinte peldaños del edificio, que ascendían al tercer piso, en donde se encontraba el cuartucho que rentaba.
El complejo no era ni por asomo un lugar elegante, sino que se confundía con el resto de construcciones malogradas y añejas del barrio. Lo único por lo que podría destacar era por las escaleras adheridas a la pared que daban a la calle principal, y por los tres locales que ocupaban el primer piso.
Tal vez, si la mensualidad no fuera tan barata, se habría mudado desde la primera semana.
Como de costumbre, sus brazos y piernas temblaron incontrolables mientras bajaba; los dedos sudaban tanto que apenas podían sostenerse del pasamanos; y los ojos inquietos daban un par de miradas fugaces al suelo. Era aún más difícil cuando recordaba que el metal obsoleto apenas podía aferrarse a la desgastada pared de ladrillo.
Esther prefería ver el lado bueno de ese desperfecto. «Es como tener nuestro propio terremoto... todos los días». En opinión de Zara, no había nada positivo en ello.
—Vamos, Zarita. Ya casi llegas —Esther la animó desde la banqueta, a unos cinco escalones debajo de ella.
Sus mejillas se calentaron y apretó los ojos por un segundo. De reojo alcanzó a ver a un par de chicos que le echaron un vistazo. A pesar de no poder observarlos bien, conocía las miradas burlonas que le lanzaban.
«¡Está bien! Soy una mujer de casi veinte años que no sabe bajar las escaleras como se debe. ¿Tienen algún problema?»
Ese pensamiento la hizo enojar tanto que, al faltarle tres peldaños, se dejó caer. El impacto de sus talones contra el pavimento le provocó un hormigueo que subió hasta su cabeza y apretó los dientes.
—¡Bravo! —Esther la recibió con aplausos en su lugar, viéndose genuinamente feliz por el logro de esa mañana—. Hoy lo hiciste más rápido.
Pero Zara, avergonzada por mostrarse tan vulnerable cada día frente a su amiga, se mordió el labio. No podía tolerar que la viera de esa manera, pues, desde que se conocieron, debía ser la chica dura de la relación. Esther siempre fue bajita y delgada; además de ser demasiado bondadosa con los demás, casi pecando de ingenua, pues cualquiera que mostrara un mínimo de decencia humana, se ganaría los favores de la misma. Todo eso hizo que despertara el instinto maternal de Zara.
—Buenos días, muchachas. —Antes de que se alejaran del edificio, la dueña de la panadería las saludó—. ¿A poco tienen clase a esta hora?
El cielo apenas comenzaba a esclarecer, las farolas que aún servían parpadeaban, tratando de iluminar la calle, y el aire frío de la madrugada todavía no se desvanecía, por lo que todos llevaban sus abrigos encima.
—Buenos días, doña Martina. Sí, tenemos un horario horrible —Esther suspiró con amargura.
La señora hizo un gesto de reproche. Tenía un hijo más o menos de su edad, así que debía escuchar las quejas al respecto todos los días. Acomodó la escoba que tenía entre las manos y también se fijó en el clima deprimente sobre sus cabezas.
—Pero qué bueno que sean así de responsables. —Trató de mostrarse positiva—. Ya quisiera yo que Dieguito le echara tantas ganas como ustedes. A ver, espérenme tantito.
Se apresuró a entrar a la panadería. Tal como los otros dos locales, que ocupaba la planta baja del edificio, era espaciosa y cómoda. Todo lo contrario a los departamentos.
Un par de segundos después, la mujer salió a toda prisa y le entregó a Zara una bolsa llena de pan.
—Llévense, aunque sea, estos poquitos para que desayunen.
Zara se fijó en el interior. Definitivamente no eran pocos; podría incluso alcanzar para una familia numerosa, pensó.
—¿Cuánto le debemos? —preguntó al levantar la mirada, pese a conocer la respuesta.
—No es nada —se apresuró a decir—. Me gusta regalar comida, porque cuando yo iba a la secundaria, ya hubiese querido que me ofrecieran un bolillo duro, aunque sea. Mucha suerte con sus clases.
Ambas chicas sonrieron y agradecieron el gesto. La mujer las despidió moviendo la mano y regresó a sus deberes, pero Zara no pudo evitar sentirse culpable. No era alguien que disfrutara de recibir regalos sin dar algo a cambio.
—Hoy nos levantamos con el pie derecho —Esther rio, con la mirada puesta en la bolsa de pan.
Ella apretó los labios y asintió, dubitativa.
—Hay que cambiarnos de departamento el mes que viene —concluyó en su lugar.
Esther solo sonrió. Después de todo, se trataban de quejas sin propósito, ya que tarde o temprano Zara se olvidaría de insistir y pagarían la siguiente cuota. De algún modo, se adaptó al cuartucho, y hasta llegó a encariñarse de cada grieta que serpenteaba en las paredes, y de las manchas de dudosa procedencia que se asomaban en las esquinas. Además, ella no era el tipo de persona que se adaptara a los lugares nuevos tan fácilmente. De hecho, se consideraba a sí misma como una cabeza dura que, una vez que encontraba un rincón en el cual pudiera sentirse bien, estaría dispuesta a quedarse allí el resto de su vida.
Como cada mañana, esperaron en la parada la llegada del camión. Al ser tan temprano y un horario escolar, casi nunca tenían la dicha de encontrar un asiento. No obstante, aquella vez Esther sonrió aliviada al percatarse de aquel lugar, ubicado al lado de una señora mayor. Se fijó en Zara, quien, sin reparos, le cedió el asiento. Su amiga sonrió agradecida y se apresuró a tomarlo.