ABEL
Nunca me gustó aquel ejercicio donde debías describirte con una sola palabra, porque el ser humano está predispuesto a ser más que una etiqueta. Y si tuviera que pensar en una lista sobre todo lo que he sido y lo que seré, sería larga y tediosa.
Aunque debo reconocer que hay una característica que me ha perseguido a lo largo de mi vida: la franqueza.
La primera vez que la escuché fue después de opinar sobre el horrendo vestido de mi tía Dorita y, entre risas incómodas, la respuesta de aquella mujer fue:
—Ay, Lili, tu hijo es bien franco.
Con apenas seis años no comprendía su significado, y estoy seguro de que sólo ablandó lo que realmente quiso decir. Aun así, debía concedérselo. Nunca fui el tipo de persona que le daba vueltas a las cosas para aligerar tensiones, sino que prefería hablar con claridad, incluso si llegaba a herir susceptibilidades.
Es como el viejo dicho: «La verdad no peca, pero incomoda».
—Los exámenes están a la vuelta de la esquina, jóvenes. —La voz rasposa de Carmona se hizo oír dentro del aula. Nadie se atrevió a parpadear, pues era el profesor que causaba mayor temor en la universidad—. Y el ejercicio que vamos a ver hoy es de los más importantes, y les aseguro que ningún tutorial de YouTube les va a servir. Así que presten atención o denle la bienvenida al recurse.
—Me siento más tranquilo —murmuró Javier a mi lado, con el ceño bien fruncido.
No despegué la vista del procedimiento incluso cuando el celular vibró sobre mi pupitre, advirtiendo sobre los mensajes que no daban tregua.
—Apágalo antes de que te saquen. —Javier me dio un codazo.
—Ya dejó de hacer ruido, tu tranqui.
En cuanto tuve la oportunidad, revisé la bandeja de notificaciones, encontrándome con los mensajes de Esther.
Holiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
¿Puedes adelantarte a la fac de Zarita?
Es que voy a llegar tarde.
El lic. Uribe nos dijo que nos iba a reponer una hora de clase porque va a
faltar el viernes >:c
Le mandé un sticker para hacerle saber que lo leí y guardé el celular. De toda la jornada escolar, la última sesión fue la peor.
—Esta clase me dio un cogidón hasta dejarme seco —dijo uno de mis compañeros cuando la tortura terminó y Carmona ya no se encontraba dentro del salón.
—Te dio hasta para llevar, ¿verdad? —se mofó otro.
Las risas se hicieron escuchar, contagiándonos a Javi y a mí.
—No quiero ni imaginarme cómo va a venir el examen —habló mi amigo en cuanto salimos al patio. El sol de la tarde nos pegó de golpe y sentí el ardor sobre mis ojos cansados.
—Estoy seguro de que vendrá un mísero ejercicio —dije, sintiendo los hombros entumecidos—, y va a ser el que vimos hoy.
—¡Cállate! —Javier me cubrió la boca de golpe—. No le des ideas al Inge, podría escucharte.
Escudriñó los alrededores con aire misterioso. Tal vez, en lugar de estar en Matemáticas, Javier habría encajado mejor como actor melodramático.
—Ya ni está aquí. —Quité su mano sudada e hice un mohín—. Y no lo dudo viniendo de él.
Al escucharme, el rostro naturalmente rojizo se volvió blanco.
—No podemos irnos a la casa todavía —sentenció y tomó el cuello de mi camiseta para arrastrarme hacia el área verde de la facultad—. Vamos a estudiar. Estudiemos hasta que se nos caiga todo el cabello y no nos quede ni un solo párpado.
—Oye, no. —Me hice para atrás—. Valoro mucho mi cabello y no quiero verme como un experimento del Área 51. Además, tengo un compromiso.
—¿Un compromiso? —Se detuvo y me vio de pies a cabeza. Como me dio paja elegir un buen outfit, llevaba un pantalón chándal junto a una camiseta holgada y una gorra que me cubría del intenso sol de marzo—. ¿Desde cuándo tienes compromisos?
—Desde hoy. Te veo al rato.
No esperé a que me respondiera y me escapé.
Recordaba vagamente hacia donde se encontraba la facultad de Ciencias Sociales, así que usé el GPS. Por supuesto, no debí confiar mucho en esa cosa, ya que me desvié tres cuadras y tuve que preguntar a un abuelito que cuidaba su puesto de llaveros. Al verlo bajo el sol, con un mísero sombrero de paja haciéndole de protección, compré uno de ellos. Era de madera, con la silueta de un árbol tallada a mano y sin gracia alguna.
Entré a la facultad luego de mostrar mi credencial al guardia de seguridad y me orienté bastante bien para reconocer la cafetería. Como el día anterior, las chicas esperaban en una banca, las tres con los ojos pegados en sus respectivos libros.
Aminoré el paso cuando pude distinguir con claridad el rostro de Zara, quien mantenía el entrecejo arrugado. Al tener una caligrafía casi tan mala como la mía, estaba seguro de que le era más difícil descifrar las palabras que estudiar sus materias.
—¿Y Esther? —pregunté cuando me planté frente a su mesa.