Abel siempre había sido popular. Fue el último en integrarse a su generación en la preparatoria, en el tercer semestre. Casi al instante, su extrovertida personalidad enganchó a varios, como polillas siendo atraídas por el fuego.
Además de ser un estudiante disciplinado, fue instantáneamente seleccionado como el jefe de grupo, y, como si fuera poco, destacaba en los deportes. Era, simplemente, perfecto.
Por eso no fue extraño que Esther se fijara en él. La brillante luz que emanaba entre su grupo de amigos pudo deslumbrarla e, inevitablemente, se enamoró. Zara desconocía cómo fue que comenzaron a salir, y aunque al principio parecía que los sentimientos serían correspondidos, en un par de días, Esther se refugió en brazos de su mejor amiga, llorando, mientras le contaba cómo Abel fue tremendamente cruel al terminarla.
«No creo que vaya a funcionar —le había dicho, sin siquiera intentar mostrarse afectado o apenado—. Estaba un poco emocionado, pero ya me aburrí. Lo siento».
A partir de ese momento, Zara lo supo: Abel Hinojosa era un hijo de puta al que debía asesinar con sus propias manos.
—¿Y Esther?
Por ello, no lograba comprender que de nuevo tuviera una insistente fijación por ella. Quizás estaba aburrido otra vez. De solo pensarlo, Zara apretó los dientes, ignorando la pregunta.
—Dijo que llegaría tarde —respondió Celeste, quien levantó la mirada de su cuaderno al oírle.
Él asintió y por fin las saludó. Se sentó al lado de Zara, quien, con evidente incomodidad, hizo un pequeño movimiento para mantenerse alejada. Por supuesto, él lo notó de inmediato, pues le echó una miradita, aunque no dijo nada.
—¿Vas a estudiar luego-luego de que llegaste? —preguntó Valeria con asombro. Tenía cara de pocos amigos, pues Celeste la obligó a estudiar sin derecho a objetar.
—Falta poco más de una semana, por supuesto que TENEMOS que estudiar —puntualizó Celeste.
Abel se rio mientras sacaba un libro dos veces más grande que el de ellas.
—Ah. —Val mostró cuán grandes eran sus ojos—. Ahora me siento mejor.
—Es porque está lleno de ejemplos. Seguro que ustedes deben memorizar el doble.
—¿Qué es esto? —Manteniendo la sorpresa, Val se volvió hacia sus amigas—. ¿Es un dios como Esther?
Zara se cansó de tantos halagos y prefirió enfocarse totalmente en su libro de texto; sin embargo, sus ojos la traicionaron y cayeron sobre la libreta que tenía a su lado. Pese a la letra descuidada y echa a prisas, era imposible no reconocer lo bien organizada que estaba la información. Ahora le era difícil intentar sacar su libreta, pues su desastre no era ni de lejos comparable.
Enterró los dientes en la tapa del bolígrafo con ira. Cerró los ojos fuertemente y sintió cómo la vergüenza se acumulaba en sus mejillas hasta calentarlas. Entonces decidió ponerse de pie.
—Voy por agua —balbuceó cuando sintió la mirada del resto. Incluso las risas que se propiciaron sin que lo hubiera notado antes, se acallaron de golpe.
¿Fue demasiado dramático?
—¿Esa no es tuya? —cuestionó el chico mientras señalaba la botella de plástico medio llena.
—Voy... por más agua.
—Ya que vas a la cafe, ¿te puedo encargar unas papitas? —Celeste le extendió un billete.
—¿Algo más? —Mientras recibía el dinero, se enfocó en Valeria, pese a que la pregunta incluía a Abel.
Valeria negó frenéticamente, con los labios sellados cuando Celeste le dio una mirada significativa. Al parecer había estado hablando mucho más de lo permitido en su sesión de estudio.
—No, gracias —contestó Abel cuando Zara le miró, muy a su pesar.
Ella se apresuró a escabullirse a la cafetería, con el espacio suficiente para pensar en lo que debía hacer. No quería tener que estar cerca de él una vez más, pero se rehusaba rotundamente a dejar a Esther a su lado, a solas, después de que incluso sus amigas insinuaran aquellas cosas desagradables el día anterior. Aunque, si bien, podía entender la emoción que sintieron, ya que todavía eran inconscientes del verdadero carácter que el muchacho poseía.
Respiró hondo, decidida a defender a su mejor amiga de ser necesario y, al volver a la mesa, se percató que la susodicha había llegado, y que, por desgracia, ocupaba el lugar junto a Abel.
—Ah, holi —saludó Esther, virando la cara hacia ella.
—Te traje un dulce. —Zara le extendió unos caramelos de menta, que bien sabía eran sus favoritos, mientras se sentaba a su lado.
—Muchas gracias, Zarita.
Y supo que valió la pena cuando la vio sonreír. A Zara le gustaba mucho la manera en que lo hacía, pues parecía ser que su felicidad era genuina, llegando hasta sus ojos y brillando de una manera especial, que no había visto en otra persona.
—¿No quieres que te ayude a estudiar? —preguntó Esther, con la mirada puesta en el libro abierto.
Zara titubeó. Aún se sentía apenada por la comparación secreta que hizo con Abel. Estaba segura de que, al notarlo, Esther la miraría con desaprobación y, de algún modo, percibirlo la heriría.