ZARA
Recibí la semana de exámenes como se lo merece: malhumorada, sin energía y con la apariencia de quien no durmió más de diez horas en una semana.
Sólo una parte de ese terror trimestral fue como una bendición, pues tras nuestro paseíto por el cine, Abel no volvió a mostrar su cara frente a mí.
Tal vez debí de hablar claro desde el principio, en lugar de comerme las uñas ideando un plan para apartarlo de nuestras vidas. Bastó con demostrar que nada estaba olvidado para que él decidiera alejarse por voluntad propia.
Bendita sea la comunicación.
Me sentía tan bien que no me importó darme cuenta de que, desde las primeras dos pruebas, apenas podría liberarme de los finales. ¿Qué más daba? Podía enfrentarme incluso a un recurse si eso significaba alejar a Abel Hinojosa de mi vista.
—¿Por qué tenemos que hacer un estúpido examen si nos esforzamos el resto del parcial? —Valeria apoyó los codos sobre la mesa y exhaló, furiosa. Su rostro usualmente hidratado y liso había perdido el brillo y jovialidad que tanto le envidiaba.
—No importa cuánto maquillaje me ponga, parezco zombie rehabilitado —se lamentó Celeste mientras analizaba las ojeras bajo sus ojos con ayuda de su espejo de mano.
Como de costumbre, nos encontrábamos fuera de la cafetería. Ellas tenían sus almuerzos al descubierto, carentes de apetito.
—Me sorprendería que alguien venga y nos diga que le fue bien —dije—. Parece que la licenciada nos quiere ver a todos en recurse.
—¡No! Seamos positivas. —Celeste cerró el espejo de golpe—. Capaz somos unas dotadas sin saberlo, y tenemos el examen limpiecito.
—¿Con Mendoza? —Valeria jugueteó con el trocito de pollo de su tóper y rio sin ganas—. Lo dudo.
Cel hizo una mueca.
—Déjame. Intento no caer en depresión.
Aunque mi mirada se perdió en los cubiertos de mis amigas, no me sentía hambrienta en absoluto. No estaba sorprendida, ya que era algo habitual en esas épocas; quizá se debía a la falta de sueño y el estrés que mi estómago decidía tomarse unas vacaciones.
—¿Nos quedamos a estudiar un rato?
—No, ya me quiero ir —Valeria protestó.
—Lo mejor es irnos —secundó Celeste, derrotada—. No creo que me quepa más info, así que vamos a perder el tiempo nomás.
Sin decir más, nos pusimos de pie y nos marchamos. Ya que ellas compartían departamento se fueron por el mismo camino, mientras que yo tomé el sendero de la izquierda.
Incluso un acto tan rutinario como caminar me parecía irreal en ese momento, como si en lugar de pisar el duro concreto estuviera sobre un montón de algodón. Mi cuerpo pedía a gritos que me dejara caer entre la montaña esponjosa que mi cerebro descompuesto creía percibir, pero me obligué a andar con mayor premura.
Di una pequeña pausa frente a un local amplio. De reojo noté mi propio reflejo proyectado sobre el cristal de la puerta y me impactó ver a aquella mujer de cabello enredado —consecuencia por juguetear con él a medio examen— y ojeras verdosas sobre los ojos. Presioné las mejillas hundidas y casi juraba que perdí más peso que en mi época de atleta.
Si Esther me veía de esa forma, seguro que se asustaría.
Traté de peinarme un poco, pero los dedos se enredaron entre los nudos morados.
—Auch, auch, auch. Suéltame, animal —murmuré a mi propia mano.
Una lágrima se asomó en el rabillo del ojo cuando logré liberarme. El ardor sobre mi cuero cabelludo me hizo desistir.
Cuando alcé la mirada en búsqueda del lamentable reflejo, ya no se encontraba. En su lugar, mis ojos quedaron frente a una camiseta con estampado de Metallica. Lentamente subí un poco más hasta encontrarme con el rostro de un desconocido.
—Ah. —Mi voz tembló al sentir que el rostro adquirió calor—. P-perdón.
—¿Estás bien? —Aunque reprimió su sonrisa, no pudo ocultar el tono burlón.
—Sí…Buenas tardes.
Fue un gran momento para que mis piernas recuperaran la movilidad, así que escapé como alma que lleva el diablo.
¡No mames, qué vergüenza!
Dejé de hacerme la inútil pregunta de si me veía bien. Ya no tomé más descansos y paré hasta que estuve frente a mi departamento.
—Menos mal que no lo conocía —murmuré al abrir la puerta.
—Zarita, llegaste.
Esther me recibió con una sonrisa, asomando la cabeza desde la entrada de su habitación.
—Apenas y lo hice —me quejé e intenté relajar los músculos.
Me dirigí a la cocina para tomar un vaso con agua. Esther salió y caminó sin darme la espalda, con las manos ocultas detrás.
—¿Cómo te fue?
—Horrible —dije y estiré el cuello, tratando de ver aquello que mi amiga escondía con tanto recelo—. ¿Qué tienes?
—¿Ah?
—¿Qué traes ahí?
—¿«A-ahí» dónde?