La semana de exámenes llegó y con él, el mal humor de Zara. Como una maldición, tuvo que soportar la presencia de Abel todos los días, quien testarudamente volvió a su facultad para acompañar a Esther, y de regreso a casa, caminaría junto a ellas.
Solo hasta que las pruebas comenzaron de verdad es que las reuniones se pospusieron. Sin embargo, eso no la hizo sentir mejor. Apenas presentó dos de ellas y ya sabía que sus calificaciones apenas y la ayudarían a exentarse de los finales.
—¿Por qué tenemos que hacer un estúpido examen si nos esforzamos el resto del parcial? —Valeria era la que estaba más molesta, con unas ojeras que oscurecían todavía más su expresión fastidiada.
Se encontraban en las bancas fuera de la cafetería, con su almuerzo sin tocar gracias al bajo estado de ánimo.
—No importa cuánto maquillaje me ponga, mi cara está demacradísima —se lamentó Celeste, mirándose en un pequeño espejo.
Zara, en cambio, sabía que no necesitaba de un espejo para confirmar lo muerta que podía verse en ese instante.
—Me sorprendería que estuvieras fresca —refutó en su lugar—. La licenciada se voló la barda.
—¡Seamos positivas! —Celeste cerró su espejo con determinación, sacando fuerzas de quién-sabe-dónde—. Capaz y sacamos mejores calificaciones de las que pensamos.
—¿Con Mendoza? Lo dudo. —Se rio Valeria.
La aparente alegría de Cel se desvaneció al instante.
—Déjame. Intento no caer en depresión.
Zara sólo pudo ver la comida sobre la mesa y hacer una mueca de asco. Tal vez se debía a la falta de sueño y el estrés, pero en ese momento se estaba tan asqueada que se rehusaba a probar bocado. Decidió guardarla en su mochila para dársela a Esther más tarde.
—¿Quieren quedarse a estudiar un rato o...?
—No. Quiero irme ya —sentenció Valeria.
—Lo mejor es irnos —terció la otra—. O si no, nos vamos a distraer y a perder el tiempo.
Las tres asintieron en acuerdo y se despidieron. Como de costumbre, Val y Celeste tomaron el mismo camino, mientras que Zara tomó el desvío del este. Caminar le parecía surreal, como si lo estuviera haciendo entre un montón de algodón, pero no le pareció cómodo en absoluto.
Al momento que pasó cerca de un amplio local se detuvo. El cristal de la puerta reflejaba por completo el exterior, y con él la apariencia derrotada de Zara, quien hizo una mueca llena de horror y se acercó sin pensarlo. Analizó su cabello enredado, pues había estado jugando con él durante el examen, desesperada. Ahora no lucía mejor que un nido de pájaros. La vista hacia su rostro tampoco mejoraba: al igual que el de sus amigas, estaba lleno de ojeras y casi podía jurar que perdió peso.
Se mordió el labio. No se creía capaz de mostrarse así ante Esther. Intentó peinarse un poco, sin importar lo inútil que pudiera ser. Y antes de que pensara en lo que haría para ocultar las manchas oscuras debajo de sus ojos, la puerta se abrió. Zara dio un respingo cuando su reflejo desapareció y, en su lugar, se encontró con una playera con estampado de alguna banda de metal. Alzó la mirada solo para encontrarse con alguien que aparentaba ser un poco mayor que ella, y que parecía igual de confundido.
—Ah... —Su voz tembló y no tardó más de dos segundos para que su rostro se tiñera de vergüenza—. B-buenas tardes.
El chico asintió, desconcertado.
—Lo siento —La voz apenas fue un débil murmullo. No esperó a recibir una respuesta y huyó lo más rápido que sus piernas debilitadas le permitieron.
No mames, qué vergüenza.
Se encaminó al edificio, esta vez sin importarle cómo se veía, y recordando el rostro burlón que comenzaba a formar aquel sujeto.
Sólo pudo suspirar de alivio cuando subió las infernales escaleras del complejo y quedó frente a la puerta.
Tranquila, un error lo comete cualquiera, se dijo a modo de consuelo.
Asintió para sí misma antes de abrir la puerta.
—Ah, Zarita, ya llegaste.
Le sorprendió la rapidez con la que Esther la recibió, asomando su cabeza desde la puerta de su habitación.
—Te traje unos chilaquiles de la cafetería. —Zara sacó el almuerzo de su mochila y lo puso sobre la barra.
En cuanto se sirvió agua, notó que su amiga caminaba hacia ella con sigilo, sin dejar de ocultar sus manos tras la espalda.
—¿Cómo te fue? —preguntó, analizando el contenedor de unicel, pero sin abrirlo.
—Horrible —respondió ella, mientras estiraba el cuello para tratar de ver aquello que su amiga se negaba a mostrar—. ¿Pasa algo?
—¿Eh? —Esther finalmente levantó la mirada, pero no parecía confundida.
—¿Qué traes ahí?
—¿«A-ahí» dónde?
Zara achicó los ojos, todavía más interesada.
—En las manos.
—Ah. —El rostro de la chica se tornó rojo y en dos zancadas pegó la espalda en la pared—. No es nada...
Zara se detuvo frente a ella antes de exagerar una expresión de sorpresa.