ABEL
Supe que sería un mal día desde que la punzada en mi pierna me obligó a despertar.
El ardor naciente del tobillo se extendió hasta la pantorrilla, como si se hubiera colado entre las venas y avanzara con una lentitud intencionada. Mis ojos se abrieron de golpe al sentir el dolor agudo y me erguí para presionarlo.
—Puta madre —musité al sentir que incrementaba con cada minuto. Y si intentaba moverme, las cosas sólo empeorarían.
El sudor sobre mi frente y las palpitaciones aceleradas del corazón me obligaron a abrir la boca, desesperado por obtener más aire. Suprimí el instinto de salir corriendo y, en su lugar, me quedé bien quieto. Cinco minutos después, los espasmos disminuyeron gradualmente y pude estirarme hacia la mesita al lado de mi cama y tomar el frasco con pastillas masticables. Me llevé tres a la boca de golpe y las trituré.
Esperé hasta que cualquier rastro de dolor desapareciera y me dejé caer en la cama de nuevo.
El amanecer iluminó el interior de mi habitación de tonos anaranjados que golpeaban las paredes azules y se reflejaron contra los pósteres de Queen y Enjambre. Era demasiado temprano considerando que mis clases empezaban a las diez de la mañana.
Dos clases, en realidad. Porque no pude escoger un horario más culero.
Sin embargo, gracias a ese episodio no pude conciliar el sueño, incluso cuando cerré los ojos durante diez minutos. De esa forma, mis días se veían arruinados cada vez que el dolor agudo regresaba.
Viendo el lado positivo, esto sucedía dos o tres veces al mes.
Sopesé las posibilidades y, sin tener más opción, me puse de pie. Me prepararía un omelette para desayunar y tal vez me robaría las fresas que Javi compró la semana pasada para mi licuado. Y después, al gimnasio.
Salir de mi recámara era como teletransportarse a un lugar completamente distinto. Las paredes de la sala no eran lisas y de un azul apagado, sino que el marrón predominaba por donde se mirase. Las mesitas en los pasillos tenían servilletas de tela que protegían la superficie de madera del contacto de las figuras religiosas que parecían vigilarnos. Cuando llegué ahí por primera vez me sentí perturbado con esa idea, pero rápidamente me acostumbré a su presencia, y a veces hasta me atrevía a saludarlos, sobre todo cuando estaba pedito.
—Buenos días.
Me encontré con Javier en la planta baja. Aunque ambos estudiábamos la misma licenciatura, el muy cabrón pudo hacerse de un horario decente, así que estaba preparándose para su primera clase, comiendo un plato de cereal con avena.
Bueno, ahora podía olvidarme del robo de fresas.
—¿Por qué estás despierto a esta hora?
—Me dio insomnio —respondí mientras abría el refri en busca de cuatro huevos y los champiñones que los acompañarían—. Así que me voy al gym en un rato.
—No ma. Yo que tú, me dormía toda la mañana.
Respondí con un ruidito. Ni siquiera se esforzó por prender el televisor de la sala y se centró en su celular, abatido, como si él hubiese tenido un despertar mucho más deplorable que el mío.
—¿Y Henry? —pregunté.
—Durmiendo. El wey se desveló por andar en directo hasta las cuatro. Luego por eso recursa materias.
Asentí y me dispuse a hacer el desayuno. Moví la pierna izquierda mientras me encomendaba a la tarea y me sentí más aliviado al notar que el dolor desapareció como si nunca hubiese existido.
Sin embargo, la regla nunca fallaba. Sin importar que mi cuerpo se sintiera relajado, el día se vería arruinado por completo.
De sólo pensarlo, mi buen humor decayó.
—Ya me voy —informé una vez que terminé mi desayuno y lavé los trastes.
Agitó la cabeza y gruñó.
Sentí comezón en la barbilla; incluso si no había rastro de vello, debí de darle una pasada con el rastrillo.
Me sentía particularmente irritable al tener que caminar entre el montón de gente que transitaba con una lentitud desesperante, aguantar a los conductores que pitaban por el tráfico a mi lado y, sobre todo, por la cagada de pájaro que recibió mi hombro gracias a la anciana que se detuvo a platicar de improviso.
En un día común, lo soportaría. Sin embargo, estaba enterado de los planes de Dios en un día como ese, pues se encargaría de ponerme un chingo de obstáculos innecesarios.
Por supuesto que Santiago, mi entrenador, iba a cagar todavía más el palo.
—¡A la madre! —Se alejó en cuanto crucé la entrada del gimnasio y se tapó la nariz con un mohín exagerado—. ¿Qué traes en el hombro?
—Mierda —respondí a secas, antes de quitarme la sudadera y lanzársela.
—¡Agh, eres un asco!
Me reí al ver cómo se deshacía de mi prenda.
—Hoy no vengo de muy buen humor, así que voy a hacer tren superior.
—Eso hiciste ayer —refutó, antes de posar la mirada sobre mi pierna—. ¿Estás seguro? Hoy te ves como si te hubieran vergueado.
Le di una mala mirada, por lo que dio tregua.