Zarabel

CAPÍTULO 06. Todo con exceso, nada con medida

ZARA

Los Cocos era un lugar bastante rústico a comparación de cualquier otro bar. La entrada, un pasillo estrecho; y a su lado un cuartito que servía de tienda, dónde, a su vez, se preparaban las bebidas. Después seguía el patio, dónde las mesas estaban custodiadas por techos en forma de cúpulas y revestidos de paja, para que el intenso sol no molestara a los clientes. Un montón de macetas con flores coloridas se enfilaban en las paredes de los alrededores, y los demás pasillos que conducían a la barra, estaban hechos de cemento sin pintar.

No era ni por asomo el lugar más lujoso o siquiera bonito, pero eso lo hacía especial. Se sentía más familiar que cualquier otro sitio, dónde podías ir como quisieras y salir en el estado que fuera sin sentir vergüenza. Por eso era tan conocido y apacible.

Lo único que cambiaría, sin embargo, era el terrible olor. Probablemente resultaba difícil mantenerlo limpio, pues la masa de gente que llegaba por día era ridícula, mas agradecería si se lavaran los pisos y baños dos o tres veces al día.

Por algo es tan barato.

—Eh, llegaron. —Kevin se acercó a nosotras cuando nos asomamos al patio. Con el rostro completamente enrojecido, al igual que sus ojos, cargaba con una botella de cerveza oscura.

—¿Desde cuándo comenzaron a tomar? —pregunté al ver el degenere que se había formado en la mesa de los de Diseño Gráfico.

Otras dos estaban ocupadas por estudiantes de preparatoria, delatados por sus uniformes deportivos y que no podían decir dos palabras sin que la tercera fuera una grosería. Verlos fue tan nostálgico.

—Mmm, no recuerdo. ¿Hace tres horas? —Kevin se tambaleó un poco antes de fijar su mirada en Valeria—. Vamos a sentarnos juntos.

Pasó el brazo alrededor de los hombros de mi amiga, quien sólo pudo seguirle mientras nos echó un par de miraditas.

—¿No deberíamos ayudarla? —inquirí a Celeste.

—Nah, necesita conocer a las personas por su cuenta —respondió, con una sonrisa confiada—. Aun así, no nos apartemos mucho, por si acaso.

Asentí antes de acercarme a la mesa de los universitarios.

La bocina cilíndrica estaba a todo volumen. Muchos cantaban, otros reían y un par se perdieron en uno de los jardines escondidos, seguramente chapando o hasta cogiendo.

Reconocí a Henry entre los que coreaban a Ariel Camacho y, al verme, se levantó para recibirme.

—Qué bueno que vinieron —El fuerte olor a tequila me obligó a arrugar la nariz—. ¿Quieres que te pida algo?

—Ahorita voy yo, no te apures —dije en un intento por alejarme. No me molestaba el aroma cuando era ligero, pero él pareció pasarse la botella entera de un trago. Incluso pudo haber vomitado para ese entonces.

—Te acompaño.

Él me dio media vuelta sin darme oportunidad a declinar. Estaba más cuerdo de lo que pensaba, pues pese a que arrastraba las palabras al hablar, caminó erguido hacia la barra.

—Me sorprendió verte de nuevo. —Acortó la distancia entre ambos más de lo necesario. Encogí mi hombro, pero no lo aparté. Estaba segura de que no era su intención invadirme, sino que su cerebro ya no contaba con la noción espacial correcta—. No es la primera vez que alguien se arregla frente a esa puerta, pero tú claramente tenías un aspecto de universitaria.

—Ah, gracias.

Forcé una risa. Odiaba tener que recordar mis momentos vergonzosos, porque después no paraban de reproducirse en bucle durante las noches de insomnio.

—Hacen tatuajes —continuó, haciendo referencia al local donde nos encontramos—. Está medio cariñoso, pero conozco al dueño, así que me dan descuento. Cuando vayas, di que eres mi amiga y también te lo pondrán a buen precio.

Sentí un repentino interés por lo tatuajes. Nunca antes se me pasó por la cabeza hacerme uno, pero al ver las figuras bien detalladas que Henry tenía en los brazos me hizo imaginarme con uno. El colibrí sobre su hombro era particularmente bonito.

Encargué tres cervezas en cuanto llegamos a la barra, aunque después se me haría agua la boca al notar que también vendían piñas coladas.

Mientras preparaban una michelada, Henry balbuceó sobre el mal sabor de la cerveza oscura y un par de cosas más que no logré descifrar. Sólo entonces, parecía estar a punto de perder el equilibrio y recé porque fuera mi imaginación. No quería tener que cargar con un tipo de más de uno ochenta hasta la mesa.

—Oye, ¿estás bien? —pregunté cuando hubo terminado de replicar y se quedó muy quieto, con la mirada perdida hacia el patio.

—Pero sí es… —rumió antes de hipar.

Seguí la mirada y yo también me congelé.

—Ah. —Mi voz falseó. Frente a nosotros estaba Abel, quien se acercaba a la barra, con los ojos entornados, como si acabara de reconocernos—. Hola.

—¡Abelardo, vinisteee! —Henry extendió los brazos—. ¿Y mi Javiruchis?

—En la mesa —respondió—. Vine por unos azulitos.

—POR FIN. Zara, Zara. —Henry se volvió, agitando la mano para incitarme a unirme—. Él es mi roommie. Roommie, ella es Zara.




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