ZARA
Odiaba los sentimientos confusos. Que tu propio cuerpo no pueda discernir entre lo que siente porque está hecho un lío, empeora las cosas.
Personalmente, creo que es la advertencia de que en cualquier momento podría estallar. Imaginaba que mi piel se desprendería de mis huesos y el cerebro se derretiría si no encontraba una respuesta rápida.
Por eso, cuando el entumecimiento de la sorpresa se esfumó, quise huir.
La sensación de los labios de Esther sobre los míos agitó mi corazón, similar a cuando me ponía muy contenta; mientras que el calor en el interior de mi estómago me advirtió sobre la furia que sentía. Dos emociones contrarias se peleaban en mi interior hasta manifestarse en síntomas físicos, y ni siquiera entendía la razón.
Surgió el impulso de ponerme a llorar, pero me resistí. Sería patético derramar lágrimas sobre algo que desconocía.
Tomé la decisión de ir y comprar el desayuno al despertar, procurando que mis movimientos no alertaran a quien dormía en completa calma, sin turbaciones.
Y, al regresar a la panadería, Esther se encontraba en el mostrador, con las manos sobre la cabeza y los ojos apretados.
—Buenos días —canturreé con sorna. Puse la bolsa que contenía nuestra comida a su lado, pero ella no hizo acopio de moverse.
—Me siento fatal —se lamentó.
—Mira lo que traje.
Le di un golpecito.
—¿Qué es? —Se esforzó por abrir los ojos. Era evidente que el cielo despejado le molestaba; no obstante, la sorpresa le hizo ensancharlos en su totalidad—. ¡Chilaquiles!
Me reí cuando su rostro pálido recuperó un poco de color.
—¿Quieren que mande a mi hijo por un cafecito o algo? —Ofreció doña Martina. El joven, de apenas diecisiete años, levantó la cabeza a punto de protestar, hasta que nos concedió otra mirada y se resignó.
—No, no hace falta. —Esther se apartó y tomó las asas de la bolsa—. Comeremos en el departamento para no apestar aquí.
—¿Bolillo? —insistió la mujer—. Para acompañarlo con tu comida.
—Por favor.
***
—¿Ya te sientes mejor?
Esther levantó la mirada. Su plato de unicel estaba limpio y el café cargado que le preparé estaba a nada de acabarse. Asintió con dificultad.
—Yo… No hice nada malo ayer, ¿cierto?
Dejé de raspar mi vasito, donde antes hubo una deliciosa escamocha. El yogurt me supo amargo de repente e hice mi mayor esfuerzo por lucir relajada.
—Pues bailaste con un montón de desconocidos y luego te dormiste en la espalda de Abel de regreso a casa —relaté con una sonrisa falsa que pasó inadvertida—. Y… ya.
Esther se cubrió la cara con ambas manos.
—No puedo creerlo —murmuró—. Prometo que no volveré a tomar nunca más en mi vida.
Me reí entre dientes.
—No te apures. —Me estiré para alcanzar su hombro y darle unas palmaditas—. Todos estábamos mal.
Recordé que Abel estaba tan entero que dudaba si realmente tomó o no.
—Como sea —exhaló—. Voy a apurarme para hacer las maletas. ¿Tú no vas?
Mi mueca falsa se tensó todavía más.
—No tengo nada que hacer por allá —respondí con simpleza.
Se levantó como impulsada por un resorte y corrió a su habitación. Cada fin de semana, Esther regresaba al pueblo para visitar a su familia.
—No creo regresar hasta el martes por la tarde —me informó desde su habitación y yo me acerqué al marco para escucharla mejor.
—¿Y eso?
—Es que nos cancelaron las clases del lunes.
Yo asentí. Los martes tampoco tenía ninguna sesión pendiente. Me entristeció darme cuenta que estaría cuatro días sin ella.
—Ugh, tengo un montón de ropa sucia. —Formó un mohín al alzar una de sus blusas usadas—. Lo bueno que no parece que vaya a llover.
—Ya te dije que las puedo llevar a la lavandería —repliqué.
—No, prefiero lavarlas con mis propias manos. Siento que en esos lugares sigue quedando sucia.
—¡Ey!
Esther se rio. Por un rato, guardamos silencio. Mientras se ocupaba de empacar lo necesario, me centré en los movimientos delicados que la caracterizaban. Parecía sacada de un concurso de modales.
Mi ensimismamiento terminó cuando la escuché reírse.
—¿Qué?
—Ah, nada. Sólo… Me acordé de un sueño loco que tuve anoche. Debí beber un montón para tenerlo.
—¿De qué trataba? —inquirí, curiosa.
Hizo un gesto extraño.
—Me da vergüenza decirlo —confesó con las mejillas encendidas.
—¿Por? ¿Es algo cochinote?
—¿Cochino?... —Apretó los labios y pronto obtuvo un color rojizo en todo el rostro.