Zara se levantó tan pronto vio la luz del sol asomarse por la pequeña ventana de la bodega. Procuró que sus movimientos fueran apenas perceptibles y salió de la habitación.
Doña Martina ya se encontraba en el local, acomodando las charolas de pan y la saludó con una sonrisa. Ella correspondió y le informó que iría por unos chilaquiles para Esther. Sentía que todos sus movimientos eran robóticos, como si alguien más la estuviera controlando, pues su consciencia misma estaba enfocada en lo que vivió la noche anterior.
Tocó sus labios y volvió a sentir el roce de los de Esther. Un temblor le invadió todo el cuerpo y sus pasos se volvieron más largos y rápidos. Ni siquiera ella misma sabía por qué su corazón latía tan rápido, ni por qué se sentía furiosa, pero contenta en partes iguales.
Sólo... no lo recuerdes, se dijo una y otra vez, haciendo cada movimiento sin pensárselo mucho. Y para cuando se dio cuenta, se encontraba de nuevo en la panadería.
Al entrar, se detuvo de golpe. Su amiga estaba en el mostrador, con las manos sobre la cabeza y los ojos cerrados fuertemente. Zara sonrió, acercándose.
—Buenos días —canturreó, aunque un poco más bajito.
—Me siento fatal —respondió Esther, apenas abriendo los ojos. De esa manera, pensó Zara, se veía adorable.
No, no. No vuelvas a pensar eso.
—Mira lo que te traje. —Alzó la bolsa donde guardó la comida.
—¿Qué es...? —Esther examinó el contenido: una charola de unicel con tapa. Al abrirlo, sus ojos se ensancharon un poco más—. ¡Chilaquiles!
Intentó sonreír, pero otro punzón en la cabeza la detuvo. Le agradeció en voz baja.
—¿Quieren que mande a mi hijo por un cafecito o algo? —Ofreció doña Martina, después de acomodar todo en su lugar. El joven, de apenas diecisiete años, alzó la cabeza. Parecía querer protestar, pero al darle otra mirada a Esther, se quedó callado.
—No, no hace falta —contestó la misma, guardando su comida—. Mejor me voy al depa para no llenarle el local con olor a chilaquiles.
—¿Un bolillito? —insistió la mujer—. Para acompañarlo con tu desayuno.
Esther sonrió suavemente y asintió.
***
—¿Ya te sientes mejor?
Esther levantó la mirada. Su plato estaba limpio y el café cargado que Zara le preparó a punto de acabarse.
—Yo... No hice nada malo ayer, ¿cierto? —preguntó en su lugar. El rostro encendido debido a la vergüenza.
Zara sonrió.
Sip, mucho mejor.
—Pues bailaste con un montón de desconocidos y luego te dormiste en la espalda de Abel de regreso a casa —contaba felizmente, deteniéndose al recordar lo de la noche pasada—. Y... ya.
Pese a ello, Esther se cubrió la cara con ambas manos.
—No puedo creerlo —murmuró—. Prometo que no volveré a tomar nunca más en mi vida.
Zara se rio entre dientes.
—No tienes de qué preocuparte. —Le dio un par de palmaditas en el hombro antes de continuar—. ¿No quieres ir a la plaza un ratito? Para despejarte.
—Ugh, no. Todavía me duele la cabeza y de milagro me cupo la comida. Además, iré a ver a mi abu este fin. ¿Tú no vas a ir?
—Ah...
Lo había olvidado. Cada fin de semana, Esther procuraba volver al pueblo a visitar a su familia. Para Zara, eso no era un asunto por lo cual preocuparse.
»Nah, no creo. Ya es sábado, así que... —Se encogió de hombros.
—Cierto. Lo bueno que el lunes cancelaron mis clases.
—Entonces, ¿regresas...?
—El martes en la tarde. Recuerda que tampoco tengo clases ese día.
Zara asintió.
Odiaba pasar tanto tiempo alejada de su mejor amiga, pero tampoco podía quejarse al respecto.
—Voy a preparar mis cosas mientras tanto. ¿Tú no tienes clases hoy?
—Ah, sí. Pero todavía tengo tiempito.
Ambas se acercaron al cuarto de Esther, quien sacó la mochila que solía llevarse.
—Ay, no, ya tengo un montón de ropa sucia. —Hizo un mohín cuando alzó una de sus blusas usadas—. Qué bueno que no se ve que vaya a llover.
—Ya te dije que las puedo llevar a la lavandería —replicó Zara, sentándose en el colchón.
—No. Prefiero lavarlas con mis propias manos. Siento que sigue quedando sucia.
—¡Ey!
Esther se rio. Por un rato, se mantuvieron en silencio. Esa era la parte favorita de Zara: el no necesitar tener una conversación para pasar un buen rato juntas. No obstante, de repente, Esther empezó a reírse bajito.
—¿Qué?
—Ah, nada. Recordé un sueño loco que tuve anoche. Debí beber un montón para soñar algo así.
—¿De qué trataba? —Zara se removió en su lugar, curiosa.
—Ah, bueno... —De repente, las mejillas de Esther se pusieron coloradas—. Me da vergüenza decírtelo.