Zarabel

10

Las cartas que llegaron durante los días de ausencia de Esther permanecían en su cama. Se apresuró a tomarlas, con los ojos brillantes, como si hubiera encontrado el boleto ganador de la lotería.

—Las entregaron los días que no estuviste aquí.

Zara se acercó, manteniendo una sonrisa en el rostro. La inmensa alegría de su mejor amiga era contagiosa.

Esther no esperó más y abrió los sobres. Sus ojos viajaron por la hoja, presurosos, cautivándose por las líneas escritas finamente con letra cursiva; sin embargo, se detuvo cuando sintió una mirada a su lado. Pese a que Zara hizo su mayor esfuerzo por no abrirlas antes, la curiosidad estaba matándola por ver aquello que la tenía tan ilusionada.

—Eh... Preferiría leerlas a solas —dijo la morena, atrayendo las hojas en su pecho y apartándose.

—¡Ah, sí! Yo voy a ver qué voy a merendar. Tal vez un poco de leche —decía la otra, tras ponerse de pie y dirigirse a la cocina, con un pequeño enrojecimiento en su nariz—. Iré a la tienda. ¿Quieres algo?

—Nada. —Esther hablaba desde su habitación, alzando la voz—. Mi abu me regaló un montón de fruta, por si quieres alguna.

Zara revisó las bolsas que su amiga abandonó en cuanto se enteró de los mensajes recibidos por su admirador secreto. Sus ojos brillaron de alegría al encontrar duraznos y toronjas. Decidió dejarlos para después y examinó la pequeña papaya, que parecía golpeada por el viaje.

—Haré un licuado de papaya. ¿Quieres?

—¡Obvio!

—Ahorita vengo, entonces.

—No te tardes mucho. Ya es bien tarde.

Zara sonrió para sí misma. Incluso cuando estaba inmersa en la lectura, tenía tiempo para preocuparse por ella. El aire del exterior le pareció particularmente más fresco que otras noches gracias al sonrojo en su rostro.

Tampoco sueñes tanto, se recordó después de bajar las escaleras. La panadería de doña Martina ya estaba cerrada. No era de extrañar sabiendo que pasaban las diez de la noche.

La tienda de conveniencia más cercana estaba a tres cuadras y media del edificio. A diferencia de su pueblo natal, aquellas calles solían ser el doble o triple de grandes, así que continuó con paso veloz. Zara no era de las que se asustaran con facilidad, pero las luces parpadeantes de las farolas, así como que el único sonido presente era la brisa de la noche, le ponían los pelos de punta.

Apretó el paso cuando vislumbró la tienda y dio un largo suspiro de alivio al ingresar, bañándose de la luz blanca del establecimiento. No demoró en elegir la leche semi deslactosada que Esther tanto amaba, así como dos roles de canela empaquetados para acompañar su merienda.

Quiso irse tras pagar, no obstante, se quedó quieta al notar al chico de capucha amarilla ingresar al lugar, con la mano sobre su boca bostezante. Puso mala cara.

¿Por qué justo ahora?

—Ah. —Abel también se detuvo cuando la vio—. Hola.

Ella decidió ignorarle y pasar de largo. No necesitaba amargar su noche y tampoco quería dudar de sus sentimientos.

Al fin y al cabo, él tenía razón.

Pero se detuvo un paso delante de la acera, convencida de que su sangre se enfrió al recordar la dulce sonrisa de Esther mientras leía las cartas.

«¿Y si sí es él?»

Dando la espalda a las puertas de cristal, resistió el impulso de salir corriendo y, sólo hasta que éstas se abrieron, dio media vuelta.

—Oye.

Él le dio una mirada de reojo, pero se siguió de largo. Zara no iba a permitirlo, así que agarró la manga de su sudadera azul marino.

—¿Eh? —Abel se detuvo, quitándose uno de los audífonos inalámbricos junto a la capucha—. ¿Me estás hablando? ¿A mí?

Ella no tenía la intención de seguirle el juego.

—¿Es en serio? ¿De verdad eres tú?

—¿Oh? —Asustado, se quitó el otro auricular.

—¿Tú las escribiste?

—¿De qué hablas?

Zara se desesperó. Parecía tan estúpido poniendo esa cara.

—¡De las putas cartas!

—¿C-cartas? Yo no...

Lo soltó. ¿En verdad no lo sabía? ¿O sólo estaba fingiendo no hacerlo? Sintió un dolor en las sienes. Me estoy volviendo loca.

—Tenías razón —habló entre dientes, con la mirada baja. Su inestabilidad era tal que Abel estaba asustado de responder algo y decidió esperar—. Estoy enamorada de Esther.

Zara pensó que la temperatura bajó de golpe, pues sintió un frío recorrer su cuerpo. Apretó la mandíbula para que sus dientes dejaran de castañear.

—Ah... Sí, ya sabía que te gustaban las mujeres, pero...

—A ver, no me gustan las mujeres. Sólo me gusta ella.

El chico se le quedó mirando, con los ojos pequeñitos y la boca recta.

—Ya... No te gustan, sí. ¿Y? ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Solo quería que lo tuvieras en cuenta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.