ABEL
Las personas que tienen las vidas más aburridas, se aferran al pasado. Eligen abrazar las buenas memorias y hundirse en los momentos más sombríos, desesperados por buscar su identidad entre los fragmentos rotos y en el brillo agonizante de sus éxitos pasados. Convierten lo que fue en una venda que les impide avanzar, como si aquello les trajera consuelo, o como si disfrutasen del sufrimiento que no tiene fin.
No podía sentir más que lástima por ellos.
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A veces Javier podía ser muy exigente.
En cuanto le dije que iría a la tienda, pidió encarecidamente un zumo de zanahoria; no cualquiera, sino el de su marca favorita o, de lo contrario, lo escupiría.
Por un momento me vi tentado a mandarlo en mi lugar, pero estaba tan animado jugando en la play con Henry que terminé por irme en silencio. A esa hora la mayoría de misceláneas estaban cerradas, por lo que me encaminé a la tienda de conveniencia más cercana.
No voy a mentir: me cagaba de miedo.
Para ese entonces la noche había llegado. Gracias a la luna nueva el cielo parecía más negro que de costumbre y la única iluminación presente era el de las farolas de la calle, algunos autos que transitaban en la carretera principal, y la de las casas: suficiente para ver por dónde caminabas y no caer en una alcantarilla abierta; escasa para cuidarse de posibles asaltantes.
Traté de no verme inquieto y caminé con las manos metidas en los bolsillos de mi chaqueta, mientras que en mis audífonos se reproducía «La duda» de Enjambre a un volumen moderado. De vez en cuando ojeaba los alrededores con discreción. Antes de venir a la ciudad, mamá me lo dijo: «Los rateros son como los perros: huelen el miedo». Y como no estaba en condiciones de ponerlo en duda, apreté el paso, sin detenerme hasta vislumbrar la entrada de la tienda.
El alivio se manifestó en un ruidoso bostezo que traté de cubrir con la boca. Me abrí paso al interior, bañándome con la luz blanquecina del establecimiento. Fue un cambio tan abrupto que cerré los ojos un momento y, al abrirlos, me encontré con la sorpresa de tener a Zara de frente.
—Ah. —Levanté la mano—. Hola.
Me ignoró deliberadamente y pasó de largo, casi rozando mi hombro, sin hacer un gesto en particular.
¿Ahora qué?
Me giré a medias sólo para ver cómo salía del lugar.
Sepa Dios qué bicho le picó y tampoco quise perder mi tiempo en descubrirlo. Para empezar, valoraba mucho mis ratos de paz, los cuales se vieron perdidos desde hacía un buen tiempo gracias a ella. Para terminar, yo también tenía mi orgullo y no iba a pasar por alto su enfadosa actitud.
Elegí el mentado zumo de zanahoria de un anaranjado encendido, casi nuclear, e hice una mueca. No entendía cómo es que a Javi le gustaba esa cochinada. Tomé un par de cajitas con chicles de menta y pagué.
Casi pegué un brinco al momento de salir. Igual que un espíritu, Zara se quedó al lado de la entrada, dando la espalda y con la maraña de su cabello ciruela recibiéndome. Se dio la media vuelta con un súbito movimiento y, cabizbaja, elevó la mirada hacia mi cara. Tragué saliva antes de obligarme a seguir mi camino.
—Oye. —La voz rasposa me detuvo junto a su agarre en mi chaqueta.
Sin importar que parecía sacada de una película de terror, recuperé el orgullo herido y alcé la cara.
—¿Me estás hablando? ¿A mí?
Apretó los labios.
—Ni siquiera sé por qué estoy dudando de él —la escuché rumiar—. No es tan inteligente.
—Estoy aquí —dije tras quitarme los audífonos—. ¿Qué necesitas?
Por fin se envaró.
—Necesito que me digas algo con total honestidad.
Se cruzó de brazos sobre el pecho y no desistió de mirarme como si fuera un mosquito a medianoche. La insté a seguir con un gesto.
—¿Tú las escribiste?
—¿Eh?
Perdió la paciencia. Exhaló con las fosas nasales bien dilatadas y se mordisqueó el labio antes de continuar.
—Las cartas. ¿Las escribiste o no?
—Ni siquiera sé de lo que estás hablando.
Sus ojos me examinaron de pies a cabeza, deteniéndose un buen rato en mi expresión. Parecía mantener un debate interno, pues frunció los labios y meneó la cabeza antes de bajar la guardia.
—Es inútil… —suspiró y se peinó los mechones enredados—. Tenías razón todo este tiempo.
—¿En qué? —pregunté, extrañado por los diversos cambios de humor en esa noche.
—Estoy enamorada de Esther.
Pese a mi asombro inicial, controlé mis gestos y me limité a asentir. Una pregunta monopolizó mis pensamientos y la frustración empezaba a salir de su escondite. Su mirada era tan determinada que por un momento creí que había escuchado mal, hasta que noté la rigidez de su mandíbula, así como el ligero temblor de sus hombros.
—Sí —respondí cuando pude espabilar—, ya sabía que te gustan las mujeres, pero…
—A ver, no me gustan las mujeres. Sólo me gusta ella.