Zarabel

CAPÍTULO 11. El inquietante vacío que trae la claridad

ABEL

Llegué a casa cargando con dos bolsas de plástico. Una contenía lo que compré en la tienda de conveniencia, la otra el pedido de hamburguesas. Exhalé con fuerza antes de ingresar.

—Ah. —Javi se asomó desde el sofá, ignorando la partida en la que Henry dispuso toda su atención—. ¿Sí hubo?

Prácticamente le lancé su bebida radiactiva.

—También les traje una hamburguesa —dije.

¡Aaaah! —Javier dio un salto para levantarse, sin importarle las quejas de Henry al ser abandonado a mitad de la misión. Pegó un par de gritillos cuando los zombies empezaron a generarle daño y la barra de vida fue disminuyendo con notoriedad—. Te la rifaste. Vente, Hen, vamos a comer.

Corrió hacia la cocina y sacó vasos y platos que colocó en la barra.

—Ahorita ni le muevas —se quejó el otro con ademanes exagerados, como si eso le ayudara a recuperar ventaja—. ¡Puta madre!

Javier arrugó la cara. Decidí quedarme para acompañarlo con la cena, a pesar de que prefería ir a mi cuarto directamente y descansar. Era de las pocas veces donde podía dormirme antes de medianoche, sin tener que preocuparme por alguna tarea pendiente.

—Estuve pensando en algo. —Javier habló con la boca llena, viéndose feliz al probar la carne jugosa. Hizo una pausa para tragarse el bocado—. ¿Cuándo formalizas con Zara?

—¿Qué?

—La neta se ve que ambos se traen ganas, así que deja de hacerla esperar y pídele que sea tu novia. ¿O qué? ¿Quieres que te ganen?

Ni siquiera pude dar el primer mordisco porque me sentí nauseabundo de sólo escucharle. Pobre e ignorante Javi. Si tan sólo supieras…

—Tienes que avisarme cuando quieras traerla aquí —continuó con su sofisma— para evitar que mi tía venga, o las cosas se pondrán feas y nos va a echar de patitas a la calle a todos.

Terminó por cansarme. Sin importar que cualquier rastro de apetito hubo desaparecido me zampé la hamburguesa en apenas dos mordiscos, atragantándome en el proceso. No tomé agua, porque eso sólo me retrasaría.

—Caray. —Javi pestañeó, impactado—. Ni yo como así y eso que me encanta.

—Tengo tarea —mentí y escapé directo a mi habitación.

Carraspeé un par de veces, pues sentía la garganta seca por el pan. Aun con ello, no bajaría en menos de media hora, cuando mis roomies se fueran a dormir u olvidaran el tema para centrarse en algo más. No quería ser abordado por estupideces, menos cuando Zara parecía haberse percatado —Bendito sea Dios— de su enamoramiento de preparatoria.

Pasé saliva para hidratar un poco y me recosté en la cama. Luego me fijé en la ventana que daba a la calle. Sólo podía ver el edificio que estaba cruzando la calle. En particular, dos ventanas con cortinas cerradas, pero que dejaban entrever la tenue luz amarillenta.

Me rasqué la panza, con la sensación amarga que persistía en el pecho. Fue inevitable que todos los recuerdos desagradables de la preparatoria volvieran ante su declaración. No, incluso al reencontrarnos, aquellas memorias envinagradas nos acompañaban.

Por un tiempo decidí dejar de prestar atención a los asuntos de Zara y me centré en mí. Corría todas las mañanas y entrenaba durante las tardes, esforzándome con la esperanza de que algún entrenador profesional se fijara en mis habilidades, me llevase a la capital y por fin pudiese participar en campeonatos de verdad.

Pero Dios tenía planes distintos.

El torneo estatal de tocho-bandera se acercaba, así que las prácticas se hicieron más exigentes. Nuestra capitana nos puso condiciones para optimizar nuestro rendimiento y, entre ellas, si Zara y yo no cooperábamos como equipo, seríamos suspendidos hasta que la competencia terminase. Ambos intercambiamos una mirada, haciendo un pacto silencioso sobre una tregua.

Pero eso no significaba que no podía pavonearme frente a mi némesis y demostrar cuán superior era en los entrenamientos. Decidí entregarme por completo al ejercicio, quedándome horas extras. Por supuesto ella no se quedó atrás. Así que éramos los únicos que nos quedábamos hasta el anochecer, ejercitando por separado. De vez en cuando nos espiábamos y sonreía quien parecía llevar mayor ventaja, sin mostrar una gota de sudor.

—No me gustan las mujeres.

Dicha declaración me tomó por sorpresa.

Una vez más nos encontrábamos en el almacén para guardar los materiales, cuando la noche se comió al sol y la luna le sirvió de reemplazo.

Para entonces su fama cambió de marimacha a promiscua, ya que sus relaciones duraban cada vez menos y nunca duraba sin novio por más de tres días. Pero yo no estaba convencido de ello. De seguro se trataba de una farsa para ocultar los sentimientos impíos.

—Está bien.

Fuera lo que fuera, no quise insistir en el tema. Me importaba un bledo si estaba convencida de ello, o si sólo quería terminar con los rumores a sus espaldas. Prefería mantener mi concentración en cosas más importantes.

Si tan sólo me hubiese resguardado mejor, no habría arruinado todo mi esfuerzo.

—Las prácticas se ponen cada vez más pesadas —se quejó Enrique, secándose con una toalla el sudor que escurría en su cuello.




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