Zarabel

11

Abel llegó a casa cargando una bolsa de plástico. Traía consigo los chicles de menta que solía consumir para evitar el mal hábito de fumar, además de un jugo de uva que Javier le encargó, y comida callejera que compró cuando se encontró un puesto abierto a mitad de camino.

—Ah. —Javi se asomó desde la sala. Estaba jugando con Henry un videojuego de supervivencia que dejó de lado al notar su llegada—. ¿Sí hubo?

—Así es. También les traje una hamburguesa.

Aaaah. —Javier dio un salto para levantarse del sofá, sin importarle las quejas de Henry al dejarlo solo—. Te la rifaste. Vente, Hen, vamos a comer. —Emocionado, sacó los vasos y platos para colocarlos en la barra.

—Ahorita voy. Estoy jugando.

Javier exhaló, cansado, así que Abel decidió quedarse a hacerle compañía, pese a que hubiese preferido ir a su cuarto directamente. No se sentía de humor después del encontronazo con Zara.

El descaro...

Recordando cómo le dejó bien en claro que no quería verle ni en pintura hizo que su frustración no hiciera más que aumentar. Dio la primera mordida a su hamburguesa, lleno de impotencia.

—Estuve pensando en algo. —Javier habló, sacándolo de sus malos pensamientos—. ¿Cuándo vas a formalizar con Zara?

—¿Qué?

—La neta se ve que ambos se mueren de ganas por hacerlo, así que deja de hacerla sufrir o si no, se te va el tren.

Abel arrugó la cara, incrédulo ante las palabras que escuchaba. Si tan solo Javi supiera la verdad, aquella conversación nunca hubiese surgido.

—Además, tienes que avisarme, porque cuando quieras traerla aquí, debo evitar que mi tía venga; de lo contrario, se va a poner furiosa y nos va a correr a todos de una.

El parloteo que no parecía querer acabarse nunca, lo cansó. Se terminó la cena con apenas dos mordiscos, sin masticar como era debido y bebió el jugo de un trago. Impresionado, Javier abrió la boca.

—Caray. Ni yo como así. Y eso que me encanta.

—Tengo que hacer tarea.

Abel se levantó sin apenas mirar atrás. Lavó los trastes que ensució y subió las escaleras a toda prisa para evitar más interrogatorios. Javier apenas pudo reaccionar cuando se percató de su ausencia.

—¿Eh? Pero si hoy no nos dejaron tarea. —La mirada sobre las escaleras y el ceño fruncido, para después dirigirse al otro roomie—. ¿Dije algo malo?

—Creo que lo estás presionando. —Henry pausó su juego y asomó la cabeza—. ¿De qué son las hamburguesas?

***

Dentro de la habitación, Abel pudo descargar su frustración al dejarse caer en el colchón y dando ligeros golpecitos a sus costados. En definitiva, habría preferido no tener que encontrarse con Zara ese día.

Viró el rostro hacia la ventana que daba a la calle. Solo podía ver el edificio de enfrente, cruzando la calle, con dos de sus ventanas iluminadas y cortinas cerradas. Era un elegante complejo de apartamentos, cien veces más decente que el lugar donde Esther y la otra se quedaban.

Otra vez, puso mala cara.

¿Justo ahora te das cuenta de tus sentimientos? No me hagas reír.

El primer recuerdo que tenía Abel era el deseo de correr.

Desde muy pequeño sus pies nunca se detuvieron, embriagándolo de la adrenalina y el viento que golpeaba su rostro. Incluso los adultos lo señalaban como el niño que nunca podía quedarse quieto. Y, aunque su madre quiso frenarlo varias veces, terminó por rendirse.

Si bien, disfrutaba practicar cualquier tipo de deporte, nada reemplazaría aquello que tuviera que ver con la velocidad. Por eso, cuando sus padres lo inscribieron a clases de atletismo, sintió que finalmente había encontrado algo propio.

Asistía constantemente a la academia y, con el paso de los meses, sería reconocido como el mejor atleta del lugar.

—Hay un torneo estatal —dijo el entrenador, emocionado—. Cuando Abel lo gane, podrá asistir a competencias nacionales.

—No creo que pueda hacerlo —replicó la madre Abel. Sonriendo, hablaba con un tono bastante duro.

—Pero... —El adolescente quiso intervenir, mas una mirada severa lo detuvo al instante.

—Lo digo en serio, señora: su hijo tiene un futuro brillante.

No importaría lo que el hombre tuviera para decir, Liliana Lara seguiría negándose hasta el final.

—De cualquier manera, él ya no podrá volver aquí otra vez.

Tanto Abel como el entrenador se quedaron sorprendidos ante las últimas palabras, tan directas como desgarradoras.

Abel y su madre salieron de la academia, cargados de un silencio sepulcral, y solo hasta que consiguieron un taxi fue que ella habló.

—Nos vamos a mudar.

Años atrás él no le habría tomado importancia a esa noticia, pero ahora causaron estragos en su estómago.

—¡¿Otra vez?!

—Sí. Volvieron a asignar a tu papá a otra área.

Cuando el tono se volvió aún más espinoso, fue que Abel comprendió el origen del enojo de su madre. No sólo él estaba molesto con las constantes mudanzas que no parecían terminar nunca.




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