Zarabel

CAPÍTULO 12. Ya puedo sentir mis latidos

ZARA

No exagero cuando digo que no hay sentimiento más aterrador que el amor, sobre todo en la primera etapa. No hace falta ser un experto para saber que es la parte donde todo es emocionante; ahí es cuando te embriagas de dopamina y casi al instante te vuelves un adicto. De esa revolución hormonal, casi visceral, es que nace la dependencia, la inquietud, la ansiedad. En pocas palabras, pierdes la cabeza.

Me aferré tanto a ser la excepción que terminé por caer de lleno a ella.

—Ya me habías preocupado.

Alcé la mirada y cerré la puerta detrás de mí. Esther me recibió de brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Me tardé mucho? —pregunté contrariada, antes de ver la hora en mi teléfono.

—Más que de costumbre, sí. Estaba a punto de llamar a la policía.

La miré y no pude evitar sonreír. Su preocupación activaba algo en mí que me hacía querer abrazarla. En lugar de eso me acerqué y le pellizqué la mejilla.

—Exagerada.

Auch. Lo digo en serio, Zarita. Últimamente he visto terribles noticias…

—En Facebook —completé con una sonrisa audaz y me encaminé a la cocina para preparar la merienda.

—Sí. Lo importante es…

—No me va a pasar nada, Ther. Te preocupas demasiado.

Intenté reír para aligerar el ambiente. Ella se sentó en el banquillo, al otro lado de la barra, y esperó a que terminara de preparar el licuado. La cocina se llenó del ruido atronador de la licuadora y sólo hasta que cesó, Esther dejó escapar un fuerte suspiro.

—¿Qué pasa? —pregunté al ver sus cejas fruncidas.

—Tengo que hacer un proyecto en equipo, y ahorita la jefa nos acaba de mandar un mensaje. Quiere que nos reunamos mañana a las seis.

—¿Tan tarde?

Esther asintió de mala gana.

—Lo bueno es que me regresé antes, porque tengo un montón de tarea y ya sabes que la señal en el pueblo es malísima.

Asentí y recordé todas las veces en que busqué redes públicas para hacer los trabajos durante la preparatoria, ya que el wifi privado era tan malo que apenas podíamos mandar y recibir mensajes.

—¿Y por qué les avisó hasta ahorita?

—No sé. Dice que le surgió algo, pero aun así…

Es muy tarde, advertí.

—Y… ¿a dónde lo van a hacer?

—En la plaza del centro.

—¡Es lejísimos! Queda como a veinte minutos en camión.

Meneó la cabeza sin dejar de textear. Parecía mantener una pelea, aunque estaba segura de que respondía con lindos stickers y mensajes tranquilizadores para su equipo. No importaba cuán enojada estuviera, mi Esther respondía con buena cara.

—Es un punto medio entre todos nosotros, en realidad. Pero qué horrible —dijo al fin.

—Es muy peligroso que andes por allá tan tarde. ¿No quieres que te acompañe?

—Ah… Creí que no te daba miedito. —Cubrió su boca con el teléfono y me juzgó con la mirada.

—Y-yo fui a menos de cinco cuadras —repliqué entre tartamudeos.

Achicó la mirada y sonrió.

—¿De verdad quieres ir?

—Ya sabes que sí. ¿Por qué lo dices?

—Porque no quiero abusar de tu amabilidad.

Tal como lo temía, dejé de pensar con claridad cuando se trataba de ella.

El asunto era que ni siquiera me pareció malo entregarle toda mi cordura.

—Eres mi mejor amiga. No importa lo que me pidas o hagas: nunca va a ser un abuso.

Esther sonrió, tan grande que enseñó las encías. Era el tipo de gesto que no me cansaría de ver y que me encargaba de provocarlo en cada oportunidad que tuviera.

Caíste bien macizo, Zara.

***

La vida se sentía menos pesada. El cielo claro y despejado daba la bienvenida a todos los pájaros que sobrevolaban los rascacielos, mientras que, a lo lejos, escuchaba atentamente la música pop de alguna tienda de ropa. No hace falta decir que, por mi buen ánimo, ingresé al salón con una sonrisa y la energía renovada.

—Buenos días, alegríaaaas —canturreé mientras me sentaba detrás de Celeste.

Mis amigas intercambiaron una mirada significativa, pero no me preocupé por lo que especularían. De cualquier forma, no iban a enterarse.

—Hoy estás MUY contenta —señaló Celeste.

—¿En serio? —me reí—. Bueno, es un día bonito, ¿no?

Val fijó la mirada en la ventana, al otro lado del salón. El calor sofocante creaba hondas que bailaban perezosamente y casi podías sentir las respiraciones pesadas del resto de los compañeros. Pero eso también tenía su encanto, ¿qué no?

—¡Ya, no te hagas! —Cel golpeó mi butaca con la mano, desesperada—. ¿Qué traes?

—¿Eh?

—Seguro pasó algo bueno con tu amorcito, ¿no? No me digas… ¡Ya te confesaste!




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