—¿Y qué haces por aquí?
Zara sintió que Esther le robó sus palabras. Aunque, a diferencia de ella, no estaría sonriendo de esa manera.
—Vine por unas compras —señaló entonces la mochila que cargaba sobre el hombro.
—Entonces..., tus amigos no están contigo, ¿verdad? —preguntó Celeste, escrutando los alrededores con la mirada.
—Ah, no. Ellos están en casa.
—¿En casa? —Esther ladeó la cabeza.
—Sí. Rentamos juntos una casa. No es la gran cosa —se apresuró a decir al ver los rostros sorprendidos de las chicas—. No es tan grande, y el precio es modesto.
—Debe ser de otro mundo —murmuró Celeste.
Las otras asintieron.
—A Zara y a mí apenas nos alcanza para rentar un cuartito —dijo Esther.
Abel rio con nerviosismo. Durante todo ese tiempo estuvo evitando conscientemente la mirada de Zara. Había algo en la expresión cargada de odio que le hizo querer escaparse.
—¿Y ustedes...? —Él no terminó de hacer la pregunta cuando las tres levantaron las bolsas que cargaban.
—Compras.
—Ah... —Asintió. Sin encontrar una excusa para escapar, terminó haciendo una propuesta de la cual se arrepentiría—: ¿No tienen hambre? Les puedo invitar algo.
Los ojos de Zara, que transmitían un desprecio inimaginable, se abrieron de par en par, ahora mostrando la incredulidad.
Las otras se miraron, sonrientes.
—Ya que insistes.
Celeste dio dos pasos adelante, relamiéndose los labios del gusto.
—En realidad, ya nos íbamos —refutó Zara, siendo su primera palabra hacia él desde hacía un buen tiempo. Sí, estaba molesta.
Después de todo, por fin comprendió que la calma de esas dos semanas no fue más que una bonita fantasía. Abel no iba a desaparecer de buenas a primeras.
Y para empeorar las cosas, la inquietud volvió a aparecer cuando se percató de la alegre sonrisa que Esther mantenía al verlo; por primera vez en toda la tarde, parecía contenta de verdad.
—No digas eso. —La susodicha la tomó del brazo, con ojos suplicantes y una emoción asfixiante en su mirada—. No nos hemos visto desde hace un buen de tiempo.
—Pero... —Los ojos de Zara viajaron en dirección a Val. Quería creer que era la más insatisfecha con el plan, no obstante, cuando la chica de cabello negro asintió, supo que la única en sentirse así era ella misma—. Está bien —suspiró, bajando los hombros.
Decidieron quedarse en un restaurante donde había una gran variedad de comida: desde hamburguesas hasta quesadillas veganas. En él se encontraban unas mesas de plástico rectangulares que contorneaban el establecimiento que, a su vez, contaba con sillones pegados en la pared.
Esther palmeó el suave asiento a su lado.
—Siéntate aquí —le dijo a Abel.
Zara frunció las cejas, todavía de pie. Su amiga estaba en una esquina, así que él quedaría en medio.
—Anda, ve. —Abel le dio un leve empujón en el hombro, sorprendiéndola.
—¿Eh?
—¿No te quieres sentar junto a Esther?
La pregunta resonó demasiado fuerte. Las tres chicas se les quedaron viendo, en especial, Valeria y Celeste, acompañadas de un silencio expectante que logró cohibir a la chica. Hasta juraba que el resto de comensales pararon la cháchara en ese mismo instante.
—No. —Ella agachó la cabeza de inmediato, mientras negaba con la cabeza—. Como sea está bien.
Dio un paso atrás, tímida, permitiendo que él se encaminara. Se mordió el labio, maldiciéndolo de paso.
¿Está jugando conmigo o qué?
Zara elevó la mirada. Su pecho se apretujó al ver una sonrisa radiante en el rostro de Esther mientras le hablaba al chico.
Tragó saliva antes de atreverse a tomar asiento al lado de aquel sujeto. Fue extraño, pues de inmediato se percató que él evitaba mirarle a toda costa. ¿Ahora qué le picó? No es como si estuvieran en malos términos, ¿no?
Pero sabe que te gusta una mujer.
Se siente incómodo.
Cierto. Era natural que algo así pasara. Fue en ese instante que se arrepintió de decírselo tan abiertamente, sin siquiera pararse a pensar en el desprecio que le precedería.
Las cartas llegaron casi de inmediato y, tras hacer la orden, Celeste habló de cómo su familia iría de viaje por el día de las madres.
—¿A la playa? —preguntó Val, recordando lo que les dijo semanas atrás.
—Sí, sí. A mi mami le encanta el mar, así que vamos a irnos unos tres días. ¿No quieres ir?
La pregunta fue dirigida a su mejor amiga, con una sonrisa enorme y sin titubeos. Esther y Zara intercambiaron una mirada; en definitiva, Val no estaría con su propia madre aquel día festivo.
—No, gracias. No quiero interrumpir su festejo.
—¿Por qué lo dices? Mi familia te adora y lo sabes. Anda, vamos.