Zarabel

16

Llegaron al pueblo al atardecer.

Fueron recibidas por la fila de casas pintadas con colores vibrantes, edificios de columnas y arcos floreados, en donde permanecían diferentes tipos de establecimientos, como taquerías, tiendas de ropa y hasta fruterías. El camino repleto de piedrecillas adheridas al pavimento, que se inclinaba bruscamente calle arriba.

Zara se sintió como una extranjera. Habían pasado más de seis meses desde la última vez que regresó a su pueblo natal, y aunque el entorno era relativamente igual, daba la impresión de novedad.

—¿No extrañabas estar aquí? —le preguntó Esther cuando comenzaron a andar.

—Sí.

Para su sorpresa, le invadió la nostalgia. Nunca esperó que fuera así; durante su estadía en la capital, jamás añoró con regresar, pero al llegar, se percató de lo mucho que le hubiera gustado hacerlo.

La subida le pareció más agotadora que de costumbre. Sin importar que corría casi todas las mañanas en la ciudad, perdió la condición sobre ese tipo de calles bruscas y despiadadas. Por otro lado, pese a las maletas pesadas con las que cargaba, Esther se movía con premura. Como una cabrita, volvió a pensar Zara, riendo sin dejar de observar la espalda de quien caminaba llena de agilidad.

—Yo me quedo aquí.

Esther se detuvo en un cruce de cuatro calles. Aunque Zara nunca supo a ciencia cierta dónde estaba su casa, reconoció el camino a su derecha: una calle que bajaba estrepitosamente, con una fila de casas coloridas y apretadas.

—Ah, pero antes... —La morena buscó algo en su bolso antes de extenderle la mano—. Le compré algo a tu mami.

Extrañada, Zara aceptó la cajita blanca. Al abrirla, vio una sobria pulsera de plata, que relucía cuando los rayos del sol le pegaban de lleno, pero apta para una mujer elegante.

—Ah... Gracias. —Zara forzó una sonrisa. Apostaba a que su madre la abandonaría como al resto de joyería, mas decidió callárselo.

—Te veo el domingo, entonces. —Esther agitó la mano antes de avanzar.

Una vez más, la nostalgia se acumuló en la nariz de Zara, provocándole una comezón interna. Ver a Esther alejarse le recordó a aquellos días de preparatoria, cuando, después de estar en su casa toda la tarde, Zara la acompañaría a esa misma intersección para despedirse. En aquel entonces, ellas estarían haciendo la tarea, jugando o preparando la cena, hasta que la madre de Zara llegaba del trabajo y cenarían todos juntos. El ambiente era especialmente bueno cuando las tres estaban juntas.

Recordar aquellos momentos era extraño. Zara anhelaba regresar el tiempo a los días tranquilos, pero también agradecía que el tiempo hubiese pasado. De cualquier manera, ambas etapas tienen sus cosas malas, reflexionó con amargura cuando estuvo frente a la casa de su madre.

Al entrar, no le extrañó el silencio ni la oscuridad que parecían tenerla atrapada. Encendió las luces y todo lucía impecable, como si nadie viviera ahí, pero de vez en cuando decidieran limpiar, en espera de alguien.

Zara suspiró antes de sacar su teléfono y colocar el pastel en la barra. Entonces, escribió el mensaje.

¿Dónde estás?

Frunció el ceño al recibir una respuesta corta, pero contundente.

Tengo trabajo. No voy a llegar.

Ya se esperaba el mensaje frío, pero no dejó de dolerle. Ni siquiera le preguntó cuándo llegó o cuánto tiempo se quedaría.

Se mordió el labio, guardándose un par de maldiciones. Incluso cuando Elena no estaba presente, tuvo la sensación de que las paredes la delatarían si murmuraba una grosería.

Vamos, no es algo nuevo. Por eso no se esforzó en elegir un regalo y tomó el pastel más pequeño.

Su mirada cayó sobre el postre, como si la hubiera ofendido.

—Se va a pudrir.

La saliva pareció convertirse en arena. Necesitaba algo para morder o juguetear y quitar el escozor en su lengua.

Arrojó la mochila al sillón de la sala, tomando las llaves y su dinero, y salió de la casa. Sus pasos la llevaron al supermercado más cercano, aquel que cerraba hasta altas horas de la noche, pues, para ese entonces, el cielo ya había ennegrecido por completo. No le importó el aire bochornoso propio de aquellas fechas y llevó consigo su vieja sudadera.

Al ser época festiva, apenas unos cuantos permanecieron fuera de casa, pero ella no se confió y se puso la gorra. No tenía el anormal deseo de encontrarse con un viejo conocido; su humor no se lo permitía.

Para su fortuna, sólo eran ella y el cajero. Se tomó el tiempo para buscar entre las marcas de cigarrillos. No acostumbraba a fumar, a menos que se sintiera sumamente estresada, con ese sabor amargo en la boca. Tal vez incluso compraría una bebida energizante, porque regresar a su pueblo natal siempre le robaba la energía tal como si hubiera tomado tres pastillas contra el insomnio.

Mientras ojeaba las gomitas, logró escuchar unas risas en la entrada. No necesitó virar su rostro para reconocerle: una voz terriblemente amarga, infantil; palabras estúpidas queriendo formar un chiste; esa manera de arrastrar la «s». Tuvo que ver de reojo solo para asegurarse de que no se tratara de una mala jugada de su imaginación.




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