Zarabel

CAPÍTULO 16. Que desaparezca el domingo y comience el lunes

ZARA

Si creyera que el amor, como acto puro e incondicional, existe, entonces diría que sólo podría amar a una persona en toda mi vida. Diría que no entiendo por qué hay quien se entrega a otro sin considerarlo su persona destinada. Diría que es estúpido comenzar una relación cuando no tienes la intención de permanecer a su lado por toda la eternidad.

Esa creencia a la que podría aferrarme era, al mismo tiempo, el pensamiento que me atormentaría toda la vida.

.

Después de la confesión de Esther, perdí toda mi fuerza. Sin importar cuántas vueltas le diera al asunto, no podía entender cómo es que su amor por Abel seguía intacto. Rememoraba una y otra vez las lágrimas de antaño derramadas a causa del desprecio que Hinojosa proyectó sobre ella; lo esperado era un completo deseo de aislarse de quien causó tanto dolor, pero para Esther era lo contrario.

Y sólo entonces comprendí que tal vez de eso se trataba el amor: sacrificarse a sí mismo para encajar con el otro. Quizá las almas gemelas sí existían y ella encontró la suya en Abel.

No había espacio para mí.

¿Por qué él?

¿Qué tiene de especial?

Luego recordé la facilidad con la que recuperó su buen ánimo al verlo. No necesitó palabras de consuelo, ni que él luchara para sacarle una sonrisa, pues su mera presencia era suficiente.

Y se ven bien juntos.

Si yo hubiese sido un hombre, todo sería más sencillo. No dudaría en confesar cuánto la amaba, incluso si eso comprometía nuestra amistad.

Estaba segura, sin embargo, que Esther me aceptaría. Nos llevábamos muy bien y el cariño que sentíamos la una por la otra era innegable. Tal vez al principio ella lo dudaría, pero yo sería paciente y la esperaría el tiempo necesario.

Pero no soy un hombre.

Aceptar que fui derrotada incluso antes de intentarlo no me sentó para nada bien. Quería llorar, gritar, enojarme... no me importaba que nada de eso solucionara lo que estaba pasando, y hasta podría empeorarlo. Pero por más que traté de sacar la frustración atorada en mi garganta, nada salió.

Así que tuve que rendirme y aceptar las cosas como eran.

—¡Zarita!

Abrí los ojos al escuchar el susurro en mi oído. Desorientada, escrudiñé los alrededores. El autobús ya se había detenido y los pasajeros comenzaron a descender.

Llegamos al atardecer.

Nos recibió una fila de casas pintadas con colores vibrantes y edificios de columnas y arcos floreados, en donde diferentes tipos de establecimientos se instalaron: desde taquerías, tiendas de ropa, recuerditos, hasta fruterías. Más allá, en el centro, el mercado local se llevaba la atención de la mayor parte de turistas que solían visitarnos. El estruendoso ruido de las cumbias sonideras y los gritos chillones de los vendedores me dieron un subidón de energía indescriptible.

Sin embargo, nosotras teníamos que desviarnos hacia el camino que ascendía a una colina empinada. Los cantos rodantes adheridos al pavimento no fueron de ayuda para que las suelas lisas de mis tenis se aferraran y no tuviera riesgo de caer. De ese modo, me sentía como una extranjera. Pasaron seis meses desde la última vez que visité mi pueblito natal, y aunque el entorno me era bastante familiar, también daba la impresión de novedad; sobre todo porque no hacía mucho tiempo que oficializaron a nuestro hogar como uno más de los pueblos mágicos del país.

—¿No extrañabas estar aquí? —Esther sonreía de oreja a oreja, encantada por lo que todavía podía verse del mercado.

—Sí.

Para mi sorpresa, me invadió la nostalgia, cosa que nunca esperé que pasara. Durante mi estadía en la capital jamás añoré regresar y sólo hasta este momento me percaté de lo mucho que me hubiera gustado hacerlo.

La subida me pareció más agotadora de lo que recordaba. Sin importar de la condición física que mantuve al correr todas las mañanas en la ciudad, perdí la maña de andar sobre este tipo de calles bruscas y despiadadas. Mientras tanto, Esther se movía con la agilidad de una cabrita montañesa, pese a las abultadas maletas con las que cargaba.

—Yo me quedo aquí.

Se detuvo en un cruce de cuatro calles. No sabía a ciencia cierta por dónde quedaba su casa, mas recordaba el camino a nuestra derecha: un sendero de tierra que bajaba estrepitosamente, acompañado de una fila de casas coloridas y apretadas.

—Ah, pero antes… —Ella buscó algo en su bolso antes de extenderme la mano—. Le compré algo a tu mami.

Dudé antes de aceptar la cajita blanca. Al abrirla, vi una sobria pulsera de plata que brillaba cuando los rayos del sol le pegaban de lleno, sin perder la elegancia.

—Gracias —alcancé a decir y dibujé una sonrisa poco sincera. Mi madre iba a abandonar esta preciosidad como al resto de su bisutería.

—Te veo después. —Esther agitó la mano antes de avanzar.

Otra vez la nostalgia se acumuló en el interior de mi nariz, provocándome comezón. Verla alejarse me recordó a aquellos días de preparatoria, cuando, luego de pasarse toda la tarde en mi casa, la acompañaba a esa misma intersección para despedirla. En aquel entonces estaríamos haciendo tarea, jugando o preparando la cena, hasta que mi madre llegara del trabajo para comer las tres juntas. El ambiente siempre fue bueno cuando Esther era parte.




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